El sentido de un final
Julian Barnes
Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama.
Por Dario Villanueva
La última novela de Julian Barnes,
merecedora del Man Booker Prize, encierra en su título todo un homenaje al
crítico literario inglés Frank Kermode. En 1965 publicó precisamente su obra
más famosa, The Sense of an Ending, una serie de estudios sobre teoría
de la ficción donde trata, entre otros aspectos, de cómo los novelistas
se sirven con mayor o menor tino de las peripecias, definidas por Aristóteles
como un cambio brusco e inesperado, para bien o para mal, en la suerte de los
personajes.
Por los años en que Kermode deslumbraba con sus indagaciones sobre el
sentido de un final nos dejaban definitivamente Richmal Crompton y
Enid Blyton, que hacía un cuarto de siglo dominaban como nadie, en el Reino
Unido y en ultramar, la novela de adolescentes. Fuimos muchos los que, como
probablemente también el propio Barnes, cultivamos aquella y estas lecturas, y
no se me tome esta referencia cruzada como maliciosa, pues al fin y al cabo
admirados escritores de más o menos la misma quinta como Fernando Savater o
Javier Marías reconocieron pareja debilidad (por las dos damas, que no por
Kermode).
El sentido de un final se nutre considerablemente de ambos
ingredientes. De las peripecias, por supuesto, hasta extremos que una
reseña razonable como pretende ser esta no debe desvelar. No creo, sin
embargo, transgredir ninguna norma si menciono como desencadenante de la acción
el suicidio a los 22 años de su edad, recién concluida la carrera en Cambrige,
de uno de los personajes principales, Adrian. Formaba parte, dicho sea de paso,
de un grupo juvenil que nos recuerda en parte a los “proscritos”de William
Brown o “los cinco” de Blyton.
Aquí son cuatro, si sumamos al citado -el más inteligente de todos- a Colin y
Alex, menos relevantes, y al auténtico protagonista y narrador, Tony Webster,
que deberá contentarse con estudiar Historia en Bristol. Barnes vuelve
por donde solía, si recordamos su primera novela de 1980, Metroland,
protagonizada por otros dos desenfadados adolescentes. Algunas de las
mejores páginas de El sentido de un final son las que, en su primera
parte, narran los avatares escolares del grupo, casi todas travesuras
incipientemente intelectuales de las que son víctimas sus profesores de
historia o de literatura.
La segunda parte nos lleva cuarenta años adelante. Tony está ya jubilado y
divorciado de su esposa Margaret, que sigue siendo sin embargo su confidente.
No descubriremos tampoco las peripecias que se encadenan ahora, a raíz de aquel
suicidio, pero como índice de la previsibilidad con que el novelista ha
concebido su obra baste mencionar otro artificio, el de un diario de Adrian no
tanto encontrado cuanto legado a Toni por Sarah Ford, la madre de la que había
sido su primera novia, Verónica, y luego esposa de su malogrado amigo. Del
manuscrito, el narrador solo recibe un fragmento trunco que termina
precisamente con el comienzo de una frase que se refiere a él.
Una carta escrita a Adrian por Toni totalmente olvidada por él aporta las
páginas más brillantes de esta escueta novela. En su segunda parte lo mejor son
las digresiones de filosofía doméstica, pero no por ello banal, con que el
“calvo setentón” que narra recuerda su vida como el “quinceañero velludo y
lleno de granos” que había sido en los años 60 cuando “las cosas eran más
sencillas: había menos dinero, no existían aparatos electrónicos, la tiranía de
la moda era ligera, no había novias” (pág. 17). La narración está
empedrada de apóstrofes a los lectores, para reclamar casi siempre la
complicidad de quienes podemos tener idéntica nostalgia de aquella década
luminosa. Toni intenta empatizarnos por su aceptación pacífica de la
medianía que ha sido y de la admiración que le mereciera siempre Adrian por “la
claridad de su vida” (pág. 132).
De todos modos, el premio obtenido por El sentido de un final ha
suscitado ditirambos en inglés que me parecen desorbitados. La novela, amén de
su previsibilidad antes apuntada y lo peregrino de las peripecias que no hemos
descrito, peca de esquemática. Verónica, que es el auténtico catalizador de la
trama, no está suficientemente elaborada, de modo que hay que creer su
perniciosidad porque el narrador nos lo dice, no porque los lectores tengamos
tiempo y modo de apreciarla. Y me cuesta creer que, como Barnes ha respondido
en cierta entrevista, varios lectores hayan compensado su corta extensión leyéndola
dos veces consecutivas.
Darío Villanueva Publicado el 30/11/2012 en
El Cultural
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