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ADIÓS A UN MAESTRO


LA POTENCIA MUSICAL DEL FLAMENCO POR JOSÉ CABALLERO BONALD


Paco de Lucía estudió y practicó la guitarra flamenca con una extraordinaria capacidad indagatoria. Se sometió desde muy niño a un riguroso, obstinado, inflexible aprendizaje y asimiló muy a fondo los secretos expresivos de una tradición flamenca nacida y desarrollada en ciertos arrabales de la Baja Andalucía.
Desde su rincón nativo, Paco de Lucía saltó bien pronto al mundo. Era de natural retraído y ensimismado, pero nada de eso se traspasó a la potencia comunicativa de su música. También era partidario de la soledad y de la felicidad, y eso sí reaparece de continuo en su obra. Casi sin apenas ser notado, a través de lentas y perseverantes enseñanzas, pasó de usar la guitarra como acompañamiento del cante a enaltecerla como instrumento de concierto. Se integró así en una estirpe de guitarristas —Niño Ricardo, Sabicas, Montoya- que aportaron al flamenco toda una serie de memorables conquistas expresivas. Pero Paco de Lucía impulsó, dotó de un nuevo rango estético, más dinámico, más innovador, lo que ya se había alcanzado en este sentido.
Convertido en uno de los grandes reformadores históricos de la guitarra flamenca, Paco de Lucía quiso llegar a más. Su técnica era impecable, de una desaforada perfección, pero él necesitaba ir más allá: necesitaba posponer la técnica a la sensibilidad, supeditar el lenguaje a su libre potencial creador. A partir de los básicos esquemas musicales del flamenco, ideó nuevas formulaciones complementarias. Los límites expresivos de los cantes eran en ocasiones insuficientes, o lo eran en razón de sus propios cauces comunicativos. Probó para ello con deslumbrante eficiencia esa correlación de fuerzas que le proporcionaban otros guitarristas eminentes de acento universal —Carlos Santana, Al Di Meola, Eric Clapton—, con quienes se confabuló para articular una manera de entender la poética de la guitarra flamenca absolutamente innovadora. Se fundamenta así una forma nueva por inusitada de alianza artística. Por el tejido de la tradición popular empiezan a filtrarse —o a definirse— unos nutrientes cultos. Una eventualidad que, en el mejor de los casos —en este caso— también resultaba enriquecedora.
Paco de Lucía disponía de un virtuosismo enigmático, imprevisible por momentos, literalmente inscrito en un sistema expresivo que podría llamarse —empleando un término muy manoseado— la estética del duende. Por ahí se perfila el prodigio de llegar adonde nadie había llegado, a una situación límite donde la novedad equivalía a la clarividencia. La manera de tocar la guitarra de Paco de Lucía era su forma de sacar a flote la intimidad. Y en esa intimidad se juntaban con similar lucidez el conocimiento y la intuición, lo aprendido y lo adivinado, una especie de cabal síntesis creadora. No me refiero ya a sus falsetas, es decir, a esas inolvidables filigranas ornamentales con que solía acompañar al cante, sino a la exigente estructura melódica, a la exquisita plenitud de su obra de solista.
Casi sin proponérselo, Paco de Lucía llegó a ser un auténtico compositor. Llevaba en la sangre, como suele decirse, una admirable propensión a los traspasos musicales de la experiencia. Es lo que hizo siempre con un lenguaje originalísimo y una asombrosa destreza imaginativa. Y todo eso sin esgrimir nunca ninguna clase de alharacas o vanas complacencias. Amaba la música con tanta honestidad como la vida. Con él, la guitarra flamenca alcanzó un fin de trayecto o, más propiamente, una virtud extrema que también podría llamarse —como he apuntado más arriba— una situación límite. Lo demás es silencio.

Artículo aparecido en El País 27/2/2014

ANTONIO MUÑOZ MOLINA; LLAMÁDME LÁZARO


Artículo aparecido en Babelia el 22/2/14
 
Como el marinero y náufrago Ishmael, Lázaro empieza por declarar su nombre: “Pues sepa vuestra merced ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes”. En ambos casos hay un tono imperativo, un interlocutor cercano y una sospecha o una evidencia de impostura. Ishmael no asegura que ese sea su nombre: tan solo nos insta a llamarlo así. El “vuestra merced” de Lázaro está tan presente en la primera línea de la historia como el vosotros o el tú —“call me Ishmael”— del narrador de Melville. Ishmael puede estar ocultándose tras un nombre supuesto, pero el autor de la novela no finge que sea un personaje real. Lázaro juega a presentarse como el narrador de su propia peripecia. Cuenta en primera persona, y en la portada del libro no hay más nombre que el suyo. No es un autor anónimo, sino apócrifo, como ha precisado Francisco Rico. Además, en toda la historia, los únicos nombres propios que hay son el suyo y el de sus padres.

 

En el principio fue el nombre. Los nombres de los personajes de ficción son la semilla de sus posibilidades narrativas. El primer paso que da el hidalgo Alonso Quijada o Quesada para convertirse en caballero andante es elegir un nombre, tan vinculado a su origen como el de Lázaro al suyo, aunque son orígenes prosaicos y por lo tanto burlescos, porque aluden a lugares de la realidad común y no de la literatura; y a continuación inventa el nombre de su amada y el de su caballo.

 

El Lazarillo finge ser una carta que Lázaro dirige a alguien de su confianza. Cervantes finge haber encontrado unos cartapacios en árabe en una almoneda de Toledo. Cuando Defoe publicó por primera vez Robinson Crusoe lo hizo pasar por el testimonio verdadero de un náufrago. Allan Poe escribió algunos de sus cuentos de exploraciones fantásticas en los periódicos asegurando que eran relatos fidedignos. Max Aub presentó su Jusep Torres Campalans no como una novela sino como una biografía y un estudio monográfico sobre la obra del pintor de ese nombre. En Zelig Woody Allen juega a estar haciendo un documental, con metraje defectuoso de los años veinte y treinta, y testimonios perfectamente serios de intelectuales de Nueva York que aseguran haber conocido al personaje: Susan Sontag, Saul Bellow. En la ficción, desde Lázaro de Tormes, siempre ha existido como un impulso desvergonzado de falsificación y de estafa, un deseo no solo de imitar lo real sino de invadirlo y ocuparlo. En el Alcázar de Madrid las Meninas ocupaban una pared en una habitación interior no muy grande: quien entrara en ella tendría por un momento la sensación de estar pisando el espacio del cuadro.

 

La novela es un formidable universo en expansión que abarca ya cinco siglos, pero en el origen de esa inmensidad todavía viviente —¿quién puede saber cuántas novelas se han escrito, cuántas se están escribiendo y leyendo ahora mismo?— hay un Big Bang, un punto ínfimo, un libro muy breve y de pequeñas dimensiones que parecía tener y reclamar para sí tan poca importancia como la vida de su narrador y protagonista, un don nadie, un desecho social, un pregonero de Toledo dócil y cornudo, uno de los últimos entre los últimos, hijo de un preso por ladrón y de una mujer amancebada con un esclavo negro.

 

Qué extraordinaria expresión castellana, don nadie. Podría ser el título de una novela metafísica. Hasta el Lazarillo, hasta la plena irrupción de la novela picaresca y el Quijote y sus inmediatos derivados en Inglaterra y luego en el mundo, las ficciones trataban de personajes socialmente exaltados, reyes o príncipes, poderosos a caballo, etcétera. Con Lázaro de Tormes, con la novela, llegan a la literatura los don nadies, los que no cuentan, los de abajo, los tarados, los excluidos, las mujeres. Lo que hacen las novelas es contar las historias de los que por su poco relieve social carecen de ellas. También los que por algún motivo se declaran fugitivos de una identidad obligatoria: Don Quijote, Huck Finn, Fabrice del Dongo, Emma Bovary, aquel príncipe de la India que por abjurar de toda la tierra firme, gobernada por la infamia, decidió exiliarse bajo el mar, el Capitán Nemo de Jules Verne, el capitán Nadie.

 

Lázaro de Tormes es el Adán de los personajes novelescos, pero él viene de otro origen mucho más antiguo, el cuento popular y la cultura carnavalesca, mundos sumergidos y fácilmente olvidados porque apenas dejan testimonios escritos. La alta cultura, como su propio nombre indica, trata de la parte alta de la sociedad y del cuerpo humano. Mijaíl Bajtín nos recuerda que los héroes otean el mundo desde la altura de sus caballos. El valor del héroe épico y del enamorado culto residen en el órgano más noble, que es el corazón; la belleza que celebran es la que se revela a la mirada. El órgano principal en la vida de Lázaro, como en la de Sancho, es el estómago. Comilonas, vómitos, ronquidos, eructos, pedos, diarreas, secreciones corporales de todo tipo, pasan de la risa popular y el descaro carnavalesco a la literatura filtrándose por el tejido poroso de la novela. El ciego introduce su nariz tan larga como si fuera de una máscara de carnaval en la boca abierta de Lázaro queriendo averiguar por el olor si se ha comido una longaniza, y Lázaro le baña toda la cara en la abundancia pestilente de su vomitona. Nos parece que oímos ataques de risa del siglo XVI. En el siglo XX James Joyce restituye al arte de la novela la desvergüenza escatológica que había estado en su principio. Leopold Bloom, como Lázaro de Tormes, es un don nadie y un cornudo consentido y tranquilo: los dos desmienten por igual la cruenta superstición masculina y literaria de la honra.

 

En clase un estudiante mexicano lee ese episodio intentando sin mucho éxito contener la carcajada. Otro estudiante, de Colombia, levanta la mano y dice, sin burla: “Escuchaba el Lazarillo leído con tu acento y me acordaba del Chapulín Colorado y del Chavo del Ocho”. Es un recuerdo legítimo: Cantinflas, el Chavo, el Chapulín, son tan herederos naturales de Lázaro de Tormes como Huck Finn y Moll Flanders, y el Kim de Kipling y el soldado Schvejk y los soldados pobres y haraganes de Miguel Gila: los indigentes, los errantes, los que viven al azar de sus encuentros y sus aventuras, los que miran el mundo desde el ángulo preciso en el que no cabe ningún engaño y en el que son más visibles las pompas ridículas de los que mandan y la crudeza sin misericordia de las normas sociales, la miseria oculta tras el oropel, la imbecilidad bajo la máscara grave del conocimiento, los que saben hasta qué punto la prioridad absoluta en la vida es llenar el estómago y procurar, si hace falta haciendo trampa, que no lo pisen o lo arrollen a uno. De donde viene Lázaro es de esos cuentos populares en los que el fuerte, el primogénito y el bravucón nunca prevalecen sobre la viveza y la astucia del más pequeño. Empezó a vivir y a contar su vida mucho antes de que existiera la literatura.

 Antonio Muñoz Molina

EDUARDO SAN JOSÉ; SALVOMELIORI

Los textos que siguen son una selección personal de las reseñas y artículos de crítica literaria que durante la década de 2002 a 2012 escribí para periódicos, suplementos y revistas culturales. De esas colaboraciones escojo las ceñida al ámbito de la lengua española por ser las que pueden dar alguna imagen de la geografía reciente de las dos orillas de nuestro idioma y nuestra literatura. "Tránsito permanente" y "Los adioses" se trata de crítica de la narrativa hispánica contemporánea, restricción que además de obedecer a la mayor frecuencia con que me he dedicado al género debería permitir un discurso.

Del prólogo de Salvomeliori, Eduardo San José, editorial Laria






EL VICIO MÁS CARO DE TODOS

Ricardo Piglia, El último lector, Anagrama, 2005

Al margen de ñoñas invitaciones institucionales a la lectura con las que se nos tiende un libro desde razones en las que un auténtico lector nunca acabará de reconocerse y por las que un no-lector seguirá recurriendo, qué remedio, a productos más eficaces, nos llega este admirable ensayo de Ricardo Piglia sobre la experiencia de leer. Piglia (Adrogue, 1940), sin duda el escritor más interesante que han dado las letras argentinas en muchos años, nos pone ante una situación más realista, y mística, de la verdadera pasión de leer. Lo que, más que ofrecer, exige su invitación a los libros no está al alcance promocional de las instituciones educativas: dedicación exclusiva, retiro, insomnio, celibato, tergiversación de la realidad y la ficción, un entendimiento caprichoso e intransferible, rayano en la iluminación providencialista, y, sobre todo, somatización obligada a lo leído. El vicio más caro cuesta un ojo (Joyce), los dos ( Borges), y a todos, la vida vivida.
Se trata, claro, de un lector extremo, el que lee como si fuera el último lector, el único de una civilización extinguida o aletargada que quiere creer que lo escrito alude secretamente a su propia vida. Sobra decir que este lector heroico, lectora a menudo, debe amar la lectura, no los libros: debe ser, pues, lento; no pertenecer a la clase de los compulsivos, sino de los obsesivos. Leer es, para Piglia, descifrar, investigar, crear. No esperen encontrar en El último lector las especulaciones de Umberto Eco sobre el pacto de la lectura o las tribulaciones teóricas de la estética de la recepción, sino el puro ensayo autobiográfico sobre la psicología lectora, merecedor   de la estirpe diletante y erudita de Borges, Benjamin o Steiner, donde el rumbo imprevisto de la obra en marcha parece sorprender al propio autor. Pululan aquí lectores tan extraordinarios como Borges, apremiado por una inacabable biblioteca que oscuramente desearía que se quemara; Kafka, obligado al celibato sentimental con una mujer lectora-correctora- copista (muy interesante e capítulo dedicado a las esposas copistas); Che Guevara, que encontraba en el libro un espacio al fin privado, lejos del monolítico hombre de acción creado por el mismo; Joyce, o la escritura para sí mismo. De todos y muchos más, Piglia ofrece sagaces interpretaciones literarias a partir  de los hábitos lectores (a las que deberían echar un vistazo los especialistas escépticos sobre estos "divertimentos de escritor"). Y, desde luego, están Don Quijote, Anna Karenina, Robinson Crusoe, Auguste Dupin, Dahlmann, personajes oportunos, o, aquí sí, me permito echar en falta, la adorable casta de los lectores-autores encamados; pero nada falta ni sobra en este libro entusiasta y sin más conclusiones que los límites del sacramental lector que es Piglia.
Más allá, este ensayo es una herramienta muy útil para conocer los entresijos ficcionados de Respiración artificial (1989) o La ciudad ausente (1992): el valor determinante que Pigia le da a la descodificación, la gran libertad que deja a los lectores, ofreciéndoles la seguridad de la escasa innovación temática que aportan sus relatos, fundados siempre sobre otros libros y un par de viejas metáforas: el resto, casi todo, se lo regala a la delirante discreción del lector, engastado siempre en puro y precioso lenguaje.


Salvomeliori, Eduardo San José, editorial Lara




BENITO PÉREZ GALDOS; MIAU

Pues yo te sostengo... sí, por encima de la cabeza de Cristo lo sostengo... que mantener el actual sistema es de jumentos rutinarios... y digo más, de chanchulleros y tramposos... Porque se necesita tener un dedo de telarañas en los sesos para no reconocer y proclamar que el income tax, impuesto sobre la renta o como quiera llamársele, es lo único racional y filosófico en el orden contributivo... y digo más; digo que todos los que oyen son un atajo de ignorantes, empezando por ti, y que sois la calamidad, la polilla, la ruina de esta casa, y la filoxera del país, pues le estáis royendo y devorando la cepa, majaderos mil veces. Y esto se lo digo al ministro si me apura, porque yo no quiero credenciales, ni la colocación, ni derechos pasivos, ni nada; no quiero más que la verdad por delante, la buena administración, y conciliar... compaginar... armonizar los intereses del Estado con los del contribuyente.

MIAU, Benito Pérez Galdos, 1.888

PUEDE SER POPULAR LA POESÍA POR MARTA SANZ

  
Puede ser popular la poesía por Marta Sanz
Artículo aparecido en El Confidencial el 8/2/14 
Parece un hecho que puedo escribir una novela en primera persona en la que una monja ninfómana asesine a sus amantes apretando mucho las piernas. Acaba de ver Blade Runner y se ha quedado impactada por los saltos de Daryl Hannah y la criminal firmeza de sus muslos. Por su capacidad de amar. Para escribir esa historia no tengo que ser monja ni ninfómana ni haber matado a nadie. Ni siquiera tengo que haber visto la película de Ridley Scott.
Puede que esa novela refleje alguna de las facetas del poliedro que soy yo –y cualquier hijo de perra o de vecino-, pero no ha de corresponderse miméticamente ni con mi experiencia ni con mi carácter. Sólo un psicoanalista sutil –lo imagino con la cara de Viggo Mortensen o Michael Fassbender- se atrevería a definir a la persona del novelista a través de sus libros.
Los libros del novelista son su carta astral. O a lo mejor son su máscara y la máscara es lo mismo que la piel porque, como Wilde y Vonnegut saben, hay que tener mucho cuidado con lo que uno parece ser porque uno es lo que parece. Cada vez que alguien escribe –ficción, fantasía, periodismo…- está enseñando la patita por debajo de la puerta…
A propósito de Vonnegut, estamos de celebración: la editorial La bestia equilátera acaba de publicar uno de sus textos más divertidos, Cuna de gato. En a contraportada de esta preciosa y violenta edición, unas palabras recogidas en The New York Times contradicen esa identidad entre el ser y el parecer que Vonnegut calca de Wilde: “El momento de leer a Vonnegut es justo cuando se empieza a sospechar que nada es lo que parece. No solo divierte: electrocuta”. Lo bueno de la literatura es que no es una ciencia exacta.
Los poetas polifónicos
Muchos lectores están dispuestos a admitir la brecha que separa al autor de sus narradores, el talante esquizofrénico e impostor del novelista. Sin embargo, con la poesía se tiende a pensar que entre voz, sujeto y autor no existe distancia. Se piensa que toda la poesía es autobiográfica y puede que todos los libros lo sean pero, mientras lo decidimos, convendría que leyéramos La poesía de la experiencia de Robert Langbaum (Comares) para detectar las polifonías del texto poético y poner en cuarentena algunos tópicos: Espronceda saca pecho en la proa de un bergantín o disfruta con la lúbrica Jarifa; Antonio Machado se concentra en el vuelo de las moscas; Miguel Hernández araña la tierra bajo la que reposan los huesos de Ramón Sijé.
Quizá tienen la culpa las ingenuas ilustraciones de los libros de lengua y la propensión a conmovernos, mientras identificamos a personas con personajes y a los personajes con nosotros mismos. Volviendo a los psicoanalistas, Freud apuntó que leemos identificándonos con héroes y antihéroes, proyectando en ellos nuestras carencias o confusiones, rechazándolos o amándolos: leemos con la pulsión de que el texto nos cure del demonio. Leemos sin salir de nosotros mismos. No sé si esa es la mejor manera de leer. O la inevitable.
Hoy voy a hablar de poetas polifónicos: son ellos mismos pero consiguen ser a la vez muchas personas. Suenan como una mano que se cae sobre las teclas de un órgano –como Isaac Rosa en La habitación oscura (Seix Barral). Son poetas a los que el psicoanalista sutil reconocería debajo de sus figuras retóricas y, sin embargo, merecen la pena por su capacidad para modular otros acentos, salir del cascarón y hablarnos de las cosas que pasan usando esas palabras que “son difíciles en todos los idiomas”. La cita es de Martín Rodríguez-Gaona en Madrid, línea circular (La Oficina).

Pero antes de hablar del poemario de Rodríguez-Gaona, merecedor del XXIV Premio de Poesía Cáceres, Patrimonio de la humanidad, leamos en esta Biblioteca pública Penúltimo danzante (Ediciones La Baragaña) del ovetense Fernando Menéndez
 
El lector derviche
La sintaxis baila en los poemas de Fernando Menéndez. El hipérbaton es contorsión, necesidad y esfuerzo. En ese extrañamiento del lenguaje el lector se siente acogido. En ese extrañamiento de la palabra poética reside su hospitalidad: el lector forma parte del poema porque escucha las mismas voces que quien ha tomado la palabra, y comparte su baile y su distorsión.
El lector, contagiado, podría ponerse a hablar para completar las polifonías de Penúltimo danzante. Desde la revolución de la sintaxis y el replanteamiento de cuál es el punto en el que acaba el poema, Menéndez propone una sintaxis de la revolución por la que nos sentimos concernidos. Nos remite a El Homóvil de Jesús López Pacheco, una “polinovela”, rescatada por Debate en 2002, donde a través de la parodia experimental del experimentalismo se plantea un trabalenguas y una verdad: en la literatura española se sustituye el lenguaje de la revolución por la revolución del lenguaje.
La palabra de Menéndez, desde su aparente complejidad, habla de cosas que nos atañen. Es voz en el tiempo: lo cotidiano, lo político, principio y fin, dentro y fuera, maternidad y muerte, la excentricidad y la inquietante posibilidad de que lo poético no sea una anomalía, sino un modo único e innegociable de entender y decir lo que ocurre. Un modo de aproximarse a lo real que ordena ese magma caótico en realidad inteligible. Una realidad que sólo puede nombrarse como se nombra en un poema en particular.
Nombrar de otro modo presupone y construye otra realidad. El lenguaje da cuenta de una necesidad: no es una opción. Si partimos de ese axioma –el lenguaje del poema no es una anomalía-, empezamos a ver de un modo diferente el poema político: la normalización del escorzo formal despolitizaría ciertos riesgos retóricos, por ejemplo, la posibilidad de una sintaxis crítica como marca de un desajuste en el mundo.
La perplejidad del lector y la calidad inasequible del texto –el escorzo de lectura que exige- ya no serían la medida de su intrepidez civil. La propuesta de Menéndez no desdeña esa contradicción que a menudo aparta la poesía de los lectores: elitismo frente a populismo, ilegibilidad frente a facilidad confortable. La paradoja de los escritores que saben que la oposición entre conocimiento y comunicación en poesía es una falacia.   
La voz de este Penúltimo danzante pone las neuronas a danzar. Como un derviche. Mientras bailamos y leemos cobramos conciencia de que somos textos hechos de otros textos. Somos permeables y nos empapan las canciones. Como los poemas de Menéndez que a la vez son flujo de conciencia –particular y colectiva- lleno de interrupciones y campo sembrado visto desde arriba. En la escisión, en el corte de los retazos y de los textos que nos constituyen, como en los collages, reside el sentido de las cosas.
En el collage y la polifonía de Menéndez resuena la voz de José-Miguel Ullán cuya muerte afectó al poeta de Oviedo más de lo que él mismo había imaginado. Penúltimo danzante es la demostración de que el lenguaje sigue siendo suficiente, frente a las cochambrosas místicas del poema. Para el lector interesado en la obra de José-Miguel Ullán, recomiendo la edición que lleva a cabo en Cátedra otro poeta y crítico, Miguel Casado: Ardicia. (Antología poética 1964-1994).
El lenguaje de la revolución y la revolución del lenguaje funciona como paradoja creativa en poetas con vocación civil que son exigentes con su palabra. Como Fernando Menéndez. Por cierto, el profesor, crítico y director de escena, César de Vicente fue a la Feria del Libro de Madrid para regalar ejemplares de El Homóvil que iban a destruirse. Pocos se quisieron llevar el libro: tenemos una desconfianza enfermiza hacia lo gratis y también desconfiamos de lo que se vende poco. Cuestiones cuantitativas. César de Vicente fue retirado –él y los ejemplares- de la vía pública: una buena ilustración del estado de la cultura en nuestro país.
Encerrados en un túnel transparente
Así pasamos nuestra vida, según Rodríguez-Gaona. Por fortuna, la transparencia nos deja mirar dentro e incluso escuchar voces que se escapan. Los poemas de Madrid, línea circular son, entre otras cosas, apuntes del natural a través de los que el observador, el paseante diurno y noctámbulo –el nocturno es uno de los géneros sobresalientes en este libro-, el poeta plasma el desarraigo de quien está buscando prender en tierra extraña: senegaleses, paquistaníes, chinos, peruanos.
El amor –“Madrugada en la glorieta de Bilbao” es un texto precioso- o la amistad se entretejen en los viajes de ida y de vuelta, pero las palabras que sirven para expresar esos sentimientos suenan tan ásperas como el acento español al oído latinoamericano. Y ése es el hallazgo de una poesía que no suena ni dócil ni tópica ni complaciente.
Rodríguez-Gaona habla de la necesidad de construir un espacio heroico, un proyecto vital destinado al fracaso: ese impulso, enfermizamente humano, lo emparenta con el romanticismo y con aquellos poetas modernistas que se morían de sed en sentido figurado y literal. Me acuerdo del retrato de Rubén Darío que hacía Rafael Reig en su Manual de literatura para caníbales (Debate). En “Retrato con velo negro” percibimos la pulsión tanática de los que han sido mordidos por el arte: la inclinación autodestructiva se atempera con la conciencia de que otras voces interfieren en la poesía para construir el yo en el nosotros.
Los personajes que deambulan por estas líneas de metro buscan una patria que no proporcionan las gestas futbolísticas. Rodríguez-Gaona, paseante y poeta, sujeto y objeto de su propia palabra, deconstruye con razón el paraíso. Su manera de mirar, dolorosa y escorada, contempla alegrías extrañas: como la de los muchachos que tocan de madrugada los tambores porque “no tener vida es el motivo para la mayor alegría.” Sin expectativas llegan las explosiones báquicas y el verle a la luna siempre el reverso oscuro.
Rodríguez-Gaona ofrece apuntes muy interesantes sobre su propia poética. Antes, el curioso lector se queda alucinado leyendo “Finis desolatrix veritae”: un poema/instalación/poliedro donde las historias de la anarquista Lucía Sánchez Saornil y el escritor fascista Giménez Caballero se entrecruzan con las peripecias románticas de Lucía Lapiedra/Miriam Sánchez, Pipi Estrada y Terelu Campos. Más allá de los propósitos confesos del poeta, las hogueras de las vanidades y la cultura pop, laten dos preguntas: ¿puede la poesía ser popular? Y, sobre todo, ¿qué es digno de ser contado? Averígüenlo ustedes mismos. No van a arrepentirse.     
 
 
 


CARLOS CASTÁN; LA MALA LUZ

Tras concienzudas relecturas de novelas del siglo XIX y principios del XX, con la prosa desatada de Proust, Baroja o Thomas Mann, le había dado últimamente por volver a meterse de lleno con la poesía de Jabès y de Celan, viejos conocidos, e incluso había aprendido al dedillo algunos poemas de Amapola y memoria y La rosa de nadie, de los que buscaba traducciones distintas que luego le gustaba que comparásemos aun sin tener ninguno de los dos idea de alemán. Solía pasarse a la poesía solamente en las épocas en que peor estaba su cabeza y le costaba concentrarse y hasta sentarse a leer sin necesidad de tener que levantarse de la butaca cada dos por tres para recorrer el pasillo arriba y abajo o servirse cualquier cosa del frigorífico o del mueble bar. Me puso al tanto de la biografía de Celan y de sus versos adictivos. De hecho consiguió que yo acabase empapado por entero de Celan, al que empecé a imaginar siempre en medio de un paisaje nevado, con un nudo en la garganta, dueño de una tristeza inhumana y de la culpa que ni un solo día de su vida le dejó desterrar de la mente la imagen de sus padres muertos, tendidos sobre el frío, en el campo de Mijailovka, a orillas del Bug.

LA MALA LUZ, Carlos Castán, Editorial Destino

PAUL CELAN

   

                                            CORONA

En la mano me come el otoño su hoja: somos amigos.
Pelamos el tiempo de las nueces y le enseñamos a andar:
el tiempo vuelve a la cáscara.

En el espejo es domingo,
en el sueño se duerme,
dice verdad la boca.

Mi ojo desciende hasta el sexo de la amada:
nos miramos,
nos decimos algo oscuro,
nos amamos mutuamente como amapola y memoria,
dormimos como vino en las conchas,
como el mar en el rayo sanguinos de la luna.

Estamos abrazados en la ventana, nos ven desde la calle:
¡es hora de que se sepa!
Es hora de que la piedra se apreste a florecer,
de que el desasosiego le lata un corazón.
Es hora de que sea hora.

Es hora.

La arena de las urnas, AMAPOLA Y MEMORIA, Paul Celan

TREINTA AÑOS SIN COTÁZAR

APLASTAMIENTO DE LA GOTAS

Yo no sé, mira es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, y va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada , una viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan en seguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.




                                                                                                                           Julio Cortázar

ISAAC ROSA; LA HABITACIÓN OSCURA

Ni siquiera aquí, en la habitación oscura que para algunos es todavía una estación principal pero para otros hace tiempo que es una vía muerta: se nos ve entrar y salir, de uno en uno y eligiendo casi siempre el lateral, y marchar de aquí como proyectiles, porque detenerse, siquiera aflojar el paso, significa perder ritmo, descolgarte ser pisoteado por los que corren detrás, no llegar, caer. La proyección parece acelerada pero esta vez no hay intención de pasar deprisa las imágenes, no es otro time-lapse: es el ritmo real de aquel tiempo, tan reciente aunque parezca lejano, cuando pedaleábamos con más furia que nunca porque presentíamos lo que acabó ocurriendo: de repente la máquina prodigiosa empezó a ralentizar su marcha, por mucho que nos esforzábamos en hacer girar las biela, en empujar, en arrojar nuevas paladas, el mecanismo se atacaba, perdía velocidad, nuestros movimientos siendo raudos, compulsivos para mantener la ilusión de vértigo, pero alrededor, todo iba frenándose, las grúas que hilvanaban edificios cada vez más despacio hasta que un día encallaron; las puertas acristaladas que como parpadeos abrían y cerraban automáticas ahora endurecían su engranaje hasta atascarse; los enormes rótulos luminosos que señalaban el horizonte se volvieron intermitentes, débiles, algunos no tardaron en fundirse; en los raíles había tropiezos, descarrilamientos, atropellos, elementos desorientados que caminaban hacia atrás;


La habitación oscura, Isaac Rosa, Seix Barral

VIVIR ES FÁCIL CON LOS OJOS CERRADOS

 
 
Vivir es fácil con los ojos cerrados  la gran triunfadora de los Goya 2014.
 
Director: David Trueba
 
Guión: David Trueba
 
Música: Pat Methey
 
Fotografía: Daniel Vilar
 
Reparto: Javier Cámara, Natalia de Molina, Francesc Colomer, Ramón Fontsere, Jorge Sanz, Ariadna Gil.
 
Productora: Canal+ España / Fernando Trueba Producciones Cinematográficas / Televisión Española (TVE)

NASHVILLE; UNA SERIE


MICRORRELATO; LUCIANO G. EGIDO



AMOR MÓVIL

La verdad es que el coche se lo merecía. Era tentador como un arcángel y con todas las prestaciones inimaginables, incluida la belleza. El motor no tenía ni una sola duda, ni la carrocería un solo defecto, espléndida, soberbia, ofensiva y con el color de los sueños y la dócil sensualidad de los postres dominicales. Cuando ella lo vio, acababa de salir de un episodio amoroso, que la había dejado tocada, porque tenía esa edad de los cuarenta años en que el amor mata, aunque se sea tan hermosa como ella. El encuentro casual fue un presagio de la felicidad y sucumbió al placer de la posesión, con la seguridad de que nunca la traicionaría. Tardaba unos segundos en pasar de cero a doscientos kilómetros a la hora. El suave contacto con su velocidad la enloqueció y fue crucificando con el acelerador todas sus frustraciones y desahogando su rabia contra la vida. El paisaje se le afantasmaba a su paso y huía a sus espaldas como la cabellera de un cíclope enloquecido, sin más huellas en el aire que su propia nostalgia. Podía recorrer el mundo en un par de semanas y todas las autopistas se le quedaban pequeñas a la primera de cambio. Cuando se concedía una pausa permitía que alguien pudiera verla al volante. Los asombrados espectadores no sabían qué admirar más si el coche o la chica, que llevaba el pelo revuelto de la mandrágora y la mirada encendida de los verdugos primerizos. Dios mismo estaba preocupado por aquella criatura bifronte, mitad mujer- mitad máquina, que se salía de los presupuestos de su creación. Era un coche con rostro de mujer con el acabado de un coche de lujo, que desde luego él no había diseñado ni se le hubiera ocurrido siquiera. Pero estaba acostumbrado a las decepciones que le producían los seres humanos, que no cesaban de maravillarle. Y los dejó ir, camino de su destino inexorable, con un poco de envidia, porque representaban la perfección suprema que él hubiera querido para sí. Tenían algo en común en su excepcionalidad de seres únicos, porque ella incluso había mejorado con el coche, aunque el coche no podía mejorar. Si alguna vez se ha podido hablar de tal para cual fue en relación con ellos y todos los testigos lo reconocieron en el estado en que quedaron, cuando se estrellaron en una carretera comarcal que no estaba preparada para aquellos excesos de originalidad y belleza.

LUCIANO G. EGIDO

Antología del microrrelato español (1906-2011) Irene Andres-Suárez. Catedra

ENTREVISTA A ELOY TIZÓN

Entrevista de Carles Francino y Benjamín Prado a Eloy Tizón sobre su libro Técnicas de iluminación, emitida en la cadena Ser.

POR SI SE VA LA LUZ: LARA MORENO

El corazón de Nadia late un poco más fuerte mientras investiga los títulos sin tocar ninguno. No esperaba nada de esto, por lo que cualquier cosa iba a sorprenderla, pero la colección la deja abatida, no sabe por donde empezar. Intenta memorizar nombre de autores y títulos, los diferentes géneros y temáticas, hay clásicos, libros divulgativos que le dan pavor y muchas mujeres, lo que le extraña. Está a punto de darse la vuelta y preguntar qué hacen allí libros como las confesiones de Tsvitáieva o la obra poética completa de Rimbaud, pero sabe que cualquier biblioteca es un misterio y a la vez una huella digital engañosa. Por otra parte no quiere decantarse por ninguno porque no se atreve a descubrirse. Ella, en realidad, va a empezar a leer por primera vez. De qué sirve todo lo que ha leído antes o de qué le ha servido, y a la vez lo que lea a partir de ahora será lo último, por lo tanto lo más definitivo y lo menos importante.

Por si se va la luz, Lara Moreno, Lumen

TÉCNICAS DE ILUMINACIÓN; ELOY TIZÓN

Porque escribir, pensaba yo, es estar más despierto de lo normal. Un espasmo de lucidez recorre todo, nos sacude el sistema nervioso con una sobrecarga de vitalidad, de plenitud, de audacia, de algún modo hay que canalizar toda esa energía dispersa y un tanto alucinógena que desborda la conciencia. De la euforia molecular hasta el folio. Entran  ganas de cantar, de bailar, de recibir una bofetada o un electroshock. En lugar de eso, volcamos toda esa actividad frenética hacia dentro y nos encontramos con enfilar, con gran aplomo, un signo negro tras otro.
De modo que yo escribía. Llevaba varios años buscando un lugar acogedor para escribir, sin encontrarlo, rastreando estudios y apartamento, entrevistándome con porteras y encargados de inmobiliarias y otra vez porteras, regateando precios de alquileres, anotando números de teléfono en papelitos y transcribiendo los mensajes que voces misteriosas dejaban al anochecer en el contestador; hasta que un día terminé rindiéndome a la verdad: que no existe nada parecido a un lugar acogedor para escribir. Que escribir es, en sí mismo (tiene que serlo), lo contrario del hogar: un lugar inhóspito, manicomial, un sótano con poca luz y humedad excesiva. Desde entonces dejé de buscar, me conformé con lo que tenía, me relajé. Asumí que escribir no es ese espacio apropiado  para instalarse en él durante largas temporadas, sino solo para hacer visitas breves, entrar y salir, y el resto del tiempo pasarlo fuera y a ser posible lejos, cuanto más lejos mejor. Y en esto -pero solo en esto- se parece un poco a la felicidad.

Los horarios cambiados, Técnicas de iluminación, Eloy Tizón, Páginas de Espuma

LOS LIBROS A TUS ESPALDAS 2

 
 
LOS LIBROS A TUS ESPALDAS, UNA LISTA DE FERNANDO MENÉNDEZ

  • Mediterráneos. Rafael Chirbes. Debate
  • Antología poética. César Vallejo.  Alianza editorial
  • El año del francés. Juan Pedro Aparicio. Alfaguara
  • La subversión de Beti García. José Avello. Destino
  • La vida exagerada de Martín Romaña. Alfredo Bryce Echenique. Cátedra
  • Suave es la noche. Francis Scott FitzGerald. Alfaguara
  • La hoja roja Miguel Delibes. Destino
  • El mundo según Garp. John Irving. Tusquets
  • Medianoche de amor Michael Tournier. Alfaguara
  • Corre, conejo. John Updike. Tusquets
  • Poesías. Arthur Rimbaud. Hiperion
  • En la orilla del Sar. Rosalía de Castro. Cátedra.
  • El día del Watusi. Francisco Casavella. Destino
  • Teatro completo. Bertold Brecht. Cátedra
  • Los justos. Albert Camus. Alianza editorial
  • La gallina ciega Max Aub. Alba editorial.
  • Miguel Strogoff. Julio Verne. Planeta
  • En busca de Klingsor. Jorge Volpi Seix Barral
  • Tierra. David Vann. Mondadori

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