Llega el desánimo y todo se vuelve imposible para un narrador. Escribir, por ejemplo. Creer en la ficción y, de paso, en la literatura como artefacto generador de tramas. Surge así una pregunta: ¿qué contar cuando hacerlo es inútil y, a la vez, imprescindible? Esta carta forma parte de la introducción a Días más extraños, la recopilación de textos que el escritor madrileño publicó en la editorial El Aleph.
Cómo describir este sombrero? ¿Y por qué? Que decía Beckett, pues si en algo va marcando el tiempo a quien escribe es en el desánimo de la propia descripción de todas y cada una de las cosas. Se derrumban las frases comenzadas con un entusiasmo impropio y uno pensaría que hasta infantil, antes de ser terminadas. Hubo un tiempo en el que la ficción parecía posible pero ese tiempo ya pasó, y por qué negarlo, se fue sin mucha gloria. Por qué seguir entonces hablando de este sombrero, que ya ni siquiera recuerdo a pesar de ser un sombrero del que ya hablé antes, del que ya escribí antes en realidad, porque de lo dicho queda aún menos que de lo escrito, y es la misma desconfianza ante las palabras la que construye ahora la jaula de todos mis miedos. ¿Y qué encierro es éste? Supuestamente no existe pero se va formulando a mi alrededor con absoluta precisión, e incluso quien ha dejado de tensar la cuerda de la ficción, quien ya ha desfallecido víctima de ese empeño, vuelve a poner una frase detrás de otra, encima de otra, para nada. El mundo no es muy fuerte. Esa frase creí haberla leído en The expelled, una novella de Beckett, pero al revisarla hace apenas unas horas, me di cuenta de que la frase era en realidad: la palabra no es muy fuerte. Hay que considerar, además de mi torpeza, que mundo en inglés se escribe world y palabra, word, de manera que parece normal que en la memoria, tal vez en el momento mismo de la lectura, ambos términos se confundieran. La frase cerraba una reflexión circular acerca de la altura, la cuenta en peldaños de una determinada escalera en la memoria de Beckett, y tal vez el mundo no es muy fuerte me pareció en su día una conclusión más acertada, aunque bien es cierto que en literatura la palabra es el mundo, así que ambas frases, la real y la imaginada, venían a ser casi lo mismo al final o al principio de esa beckettiana indagación sobre la naturaleza microscópica de las cosas, y el envenenado recuerdo de las cosas. Hubo un tiempo en el que estuve sinceramente interesado en la mecánica cuántica y seguramente aquello es lo que me ha llevado a esta locura actual. En la que el mundo es cuestionado desde posiciones ajenas al mundo. Lo cual justifica gran parte de mis frustraciones porque a nadie se le escapa que pensar en un sombrero no es un sombrero ni cubre la cabeza. La ficción precisa de un entusiasmo, de un rigor y de un talento que ya no tengo, que nunca tuve, en realidad. Por eso ahora me dedico al cine porque un mal escritor vive mejor del cine que de la literatura y además conoce a más gente. Todo esto no tendría mayor importancia si uno no se fuera derrumbando con los años. De niños éramos más fuertes, me dijo Rodrigo Fresán, el magnífico escritor argentino y mejor amigo, ayer mismo en una atropellada conversación telefónica, atropellada por mi parte no por la suya, que era yo el que estaba borracho, de esta manera en la que estoy permanentemente borracho sin estarlo del todo, sin ni siquiera haber bebido. Efectivamente de niños éramos más fuertes y ahora estamos pagando ese esfuerzo. La ficción precisa de un entusiasmo, de un rigor y de un talento que ya no tengo. Por eso ahora me dedico al cine Seguramente, querido Fresán, no he encontrado nunca antes, antes de mí y después de Beckett, sé que alguien me fusilará por esta frase pero estoy dispuesto a morir por ella, tal falta de fe en la ficción, tanta pesadumbre ante lo inútil de narrar lo construido previamente, el empeño de relatar lo inventado como real, o el absurdo paralelo de darle a lo real una formulación literaria, con la posible excepción de Meter Handke, ese incómodo alemán enamorado de la nada. Leyendo Jardines de Kensington, amigo Fresán, y con esto ya te dejo tranquilo, recordé un viaje a Argentina, en el que habría de conocerte, recuerdo el avión en realidad y la lectura de Vidas de santos, y no puedo ni imaginar dónde terminó, qué día firmé el certificado de defunción de todo interés por la trama. O de toda pasión por la trama, que diría Pitol. Pero eso no es lo que ahora me sorprende, sino el entusiasmo de entonces. Y si te escribo estas líneas que algún día leerás, porque te obligaré a que lo hagas, es porque al ser tú ligeramente mayor, y al envidiar tan profundamente el entusiasmo que aún mantienes, no ya en la lectura de todas las literaturas posibles, que ése también lo guardo yo, sino la fe en tus propias aventuras literarias, y esa fe yo también la mantengo, es decir que creo en ti más que en mí, me pregunto cuál puede ser la causa última de mi derrota. Es decir, te escribo como paciente, impaciente por comprender el alcance de esta enfermedad y sus posibilidades de cura. Como cada uno de esos escritores que de cuando en cuando declaran que la novela ha muerto, sin reconocer que ellos la han matado, tengo claro que la novela, las novelas gozan de perfecta salud, todas menos las mías. Sé que la muerte de un escritor menor no es el fin del mundo, pero qué quieres que te diga, amigo Fresán, a mí me preocupa. En fin, nada de esto es importante y hay una parte feliz que no te cuento, pero siempre hay una parte feliz, que no se cuenta. Volviendo al tema que me trajo, que me trajo hasta ti, no a este resort tailandés, la ficción se me escapa. Supongo que entre nosotros hay quien se hace con ella, y quién no. Nuestro común amigo y admirado amigo, además, Enrique Vila-Matas, parece tenerla a buen recaudo, seguramente ha pagado una vida por ello, pero ¿qué menos? Y ya que estamos hablando de nuestro admirado Vila-Matas, hemos de reconocer que su manera de torcer la ficción para su lado ha sido suicida. ¿O acaso no se ha ficcionalizado él mismo para desentrañar el misterio que a mí se me escapa? Ésa es sin duda la vida que ha pagado, a la que antes me refería. ¿Hay otro modo? No puede escribirse más por mera repetición de los modelos admirados, porque, ¿qué sentido tendría? Más allá de la propia pericia, y un mínimo orgullo, el siniestro orgullo del copista, y en cambio, querido Fresán, hay que seguir escribiendo. Qué remedio. Este largo preámbulo, que no es una carta, ni por supuesto una nota de suicidio, sino una manera más de llenar la tarde en este absurdo paraíso tailandés, ya se acaba, y en realidad no tiene otra función que la de servir de prólogo a una pequeña ficción. Porque parece imposible librarse del todo de este hábito, querido Fresán, porque me temo que no tenemos más remedio que tratar de escribir una vez más. Lo que sigue no es más que un cuento abortado, una muestra más de mi impotencia, y supongo un intento desesperado por librarme de ella. Quién sabe, amigo Fresán, tal vez algún día esta larga lista de derrotas me sirva para alzarme con una merecida victoria.
Aparecido en el diario El País el 19 de mayo de 2007
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Desde la infancia , mis ideas en lo tocante a la existencia humana jamás se han apartado de la agustiniana teoría de la predeterminación. Una y otra vez me atormetaban las dudas vanas-como siguen atormentándome en la actualidad-, pero consideraba que esas dudas eran sólo una especie de tentación de pecar, y seguí inconmoviblemente fiel a mis convicciones deterministas. Me habían entregado, por así decirlo, un menú completo de todos los problemas que tendría en la vida, cuando , por mi corta edad, todavía no podía leerlo. Pero me bastaba con desplegar la servilleta y enfrentarme con la mesa. Incluso el hecho de llegar a escribir un libro tan raro como el que ahora escribo constaba con exactitud en aquel menú, y este hecho forzosamente tuvo que estar ante mi vista desde el principio.Confesiones de una máscara de Yukio Mishima
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Esta novela es probablemente la más famosa de todas las que escribió la autora inglesa, que transmitió con un lenguaje formal y vivaz la Inglaterra rural y clasista de finales del siglo XVIII y XIX e hizo soñar a sus lectores con un romanticismo en todo su esplendor.
Autora de otros libros memorables como «Sentido y sensibilidad», «Emma» o «Mansfield Park», Jane Austen (1775-1817) publicó «Orgullo y Prejuicio» el 28 de enero de 1813, sin que figurara el nombre de su autora, un acontecimiento que este año celebran miles de lectores en el Reino Unido y el mundo.
En España, la editorial Alianza ha estado rápida y ha preparado una edición especial de la novela con grabados de Hugh Thompson y traducida por José Luis López Muñoz, Premio Nacional de Traducción. También se ha dispuesto una edición de bolsillo renovada.
La novela ha sido llevada a la pantalla en numerosas ocasiones pero fue la versión que hizo la cadena pública británica BBC en 1995 la considerada más fiel al libro de Austen.
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Por Fernando Menéndez
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LA PRIMERA VEZ
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Los primeros días, ventosos y desapacibles, no pusimos el pie en la playa. Subíamos hasta la atalaya y desde allí observábamos a las mujeres que faenaban en la ría metidas en agua hasta la cintura: mariposas negras clavadas en la extensión dorada del arsenal que la bajamar descubría. Mi madre las miraba sin verlas y después les dio la espalda. Dimos dos o tres pasos por el borde de la ensenada hasta quedar frente al cargadero de Ribadeo: grandes barcazas descargando el carbón traído de las minas y luego deslizándose ría adentro hasta alcanzar los embarcaderos de las serrerías de Vegadeo, de donde regresarían con las bodegas repletas de troncos de castaños, pinos y robles. Yo miraba de soslayo a mamá para auscultar su viaje inmóvil. Fiel y fugitiva, la veía varada en el recuerdo de un amor detenido y al mismo tiempo la sentía partir hacia una travesía imprecisa. Entonces la cogía del brazo y con una suave presión la arrancaba de allí, de la atalaya y de ese otro lugar desconocido hacia donde ella se fugaba, sola.
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Reseña de Fernando Menéndez aparecida en la Nueva España.
De entrada, desconfíen de lo dicho desde la parcela que rodea a un libro (solapa-contraportada). En el caso de “Pasos contados”, se afirma que el poeta Caballero “da un giro temático y formal que rompe con su anterior trayectoria”; se declara que el poeta Caballero “renuncia en este libro a la poesía hermética que le venía caracterizando, culturalista y de factura irracionalista, para valerse ahora de una retórica racionalista, casi clásica, de metáforas limpias.” Desconfíen: pues ni antes el decir era tan turbio ni ahora tan cristalino. Que el ofidio cambia de camisa es un hecho: a diferencia de “Fauna de varia lección” (KRK, 2008), “Pasos contados” está desbordado por poemas río que parecen evocar sigilosamente el fluir inapelable de las “Coplas a la muerte” del maestro Manrique. Poemas que – prodigios de la edición – se presentan al lector fragmentados en remansos o en ligerísimos torrentes; vigilados siempre por la esclusa del salto de página. Nunca cubre totalmente el poema el lecho ofrecido, lo que (y esto es harina de otro costal, debate de otro momento) inclina la lectura a una experiencia de espejos fragmentados. Ni quito ni pongo. Del editor como autor sobrevenido se podría perorar a lo largo y a lo ancho. No es el momento. Lo que sí digo es que por cada poema conviene primero avanzar a saltos y en una segunda oportunidad de corrido. De un salto o de un pase veo que el poema que abre el libro, “Casa demolida”, concluye con un final redondo, esférico por su rotundidad: “Porque nadie habita dos veces / la misma casa.” No se demora el poeta Caballero en darme la razón: en cuestión de casas se podrá mudar o demoler todo lo que imponga la vida; se verán pasar los días atrincherado uno tras fachadas herméticas o racionalistas pero el inquilino – racioncita menos, racioncita más – tiende a ser el mismo. Y qué decir del inquilino Caballero: que pese a mudas y otoños, hay un aliento que sopla desde su lejano “Autogeografías”(Provincia. León, 1985): su desconfianza de lo poético como término, como identidad. El peregrino Caballero quisiera pasar por la poesía pero no quedarse; ejercitar pero no militar. Evidencias de lo paradójico: es ese recelo el que empuja a escribir y a dejar lo impreso como testigo de cargo. Desde el ladino género de la contraportada ya se nos advertía en “Autogeografías”. Conviene valorar este libro en su justa medida, mayor incluso de lo que el propio autor quisiera o sospechase. La autogeografía – acertado concepto – se ofrece como una suerte de poética, amparo o autojustificación. Vayamos pues a la contraportada: “La autogeografía es un subgénero literario que apunta a un doble objetivo: emborronar el paisaje con las pinceladas de un yo que pretende gozar o sufrir muchísimo en privado para vocearlo en público – achaque común de poetas - ; y, por otro lado, enmarcar un yo, embellecido, entre las frondas y riscos del paisaje – otro guiño poético. En cualquier caso, la lectura de estos dos poemas deja la impresión de una malévola inautenticidad poética, hecha de materiales auténticos (suponiendo que se sepa de antemano lo que es o no es auténtico). Esta ambigüedad parece divertir al Autor, y constituye la esencia de la autogeografía.” Aquí está el cambio: el título de la última entrega del poeta Caballero nos lo anuncia: “Pasos contados”. El tiempo apremia y fuera hace frío. Más que las modificaciones formales, lo trascendente es que no son horas de ambigüedades ni de malévolas inautenticidades. Se puede asumir la natural y ancestral imposibilidad del poema desde el cinismo o desde la lucidez de la evidencia: “¿Acaso te ves obligado, esférico sin tropiezos, / a vivir lisa y llanamente? / No, por cierto. / Como un animal fatigado / en un bosque esquivo, / careces de centro, / adoleces de superficie, / echas de menos / algo tibio. / Y vuelta a rodar.” (“Núcleo en guerra”, “Pasos contados”). Que diecisiete años no son nada para superar de la poesía su juventud, su ambigua adolescencia. Que el poema a lo sumo sólo puede igualar o remendar la realidad es la chispa que enciende los versos de “Pasos contados”. Se acabaron los bailes, hemos sido expulsados del salón: “Digo que quizá nunca nada ha sido natural / ni nunca urbano, / pues arde la historia de cadáveres, / y no sabrás de qué mueres / ni para quién vives. / Los campos son siempre campos de batalla, / las margaritas enrojecen, / las raíces chorrean espantadas. / No volveré. / La historia nos siega como mies / y quien sólo domine / latín, griego y francés, / a estas alturas, / es un cadáver, padre, ciudadano.” (“Raíz de urce”) “Quizá nunca nada ha sido natural ni nunca urbano…” Menos aún la poesía. Género por definición indómito y atípico. Fuerte en su incapacidad. Aceptar dicha contradicción forja al poeta. Lo demás son edades, pasajes, coyunturas. Y si no que concluya el maestro Lezama, extraído el pecio de su luminoso ensayo “La dignidad de la poesía:” La poesía tiene que empatar o zurcir el espacio de la caída. De ahí la gravedad o exigencia de su imposibilidad. ¿Pues cómo lograr ese espacio de aliento, que aparece entre las contradicciones de su circunstancia y el vacío de su identidad? En toda sustancia poética, hay como un punto bisagra, como una señal adhesiva a un caudal que primero aclaró e hizo posible la existencia de lo embozado detrás de su bisagra. Al desaparecer ese análogo el poema queda condenado a su propia confluencia y a las excepciones, a los aislamientos, a las imploraciones, que por su voluntarioso predominio logra establecer en lo temporal.
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—¿Qué es la verdad? Una idea, un concepto del lenguaje y del pensamiento humanos. La naturaleza no distingue entre lo verdadero y lo falso, una roca, una rana, no tienen esos problemas, se limitan a ser o existir, o, al menos, eso nos parece a nosotros, que están ahí, que existen, porque las vemos, pero ¿se corresponde lo que nuestros ojos ven con la realidad? ¿O hay una cosa en sí, como decía Kant, por debajo o por detrás de la apariencia de esa roca, de esa rana, que nunca conoceremos porque escapa a nuestra pobre percepción humana? Sólo el hombre intenta comprender el mundo en el que vive y le preocupa distinguir entre lo real y lo falso, pero dado que el ser humano es siempre subjetivo, no puede escapar a esa limitación, hay tantas verdades como individuos.
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Antonio Muñoz Molina ha sido galardonado con el premio Jerusalén de Literatura. Se trata de un galardón que se entrega cada dos años y que recientemente han recibido autores como Ian McEwan, Haruki Murakami o J.M. Coetzee. El otro español galardonado con el Jerusalén fue Jorge Semprún en 1997. El jurado ha seleccionado a Muñoz Molina “porque es un autor excelente, pero también porque su obra expresa la libertad del individuo”, explica Joel Makov, director del festival literario. El jurado ha considerado que los libros de Muñoz Molina reflejan además “los grandes cambios que han tenido lugar en España durante su transición de la dictadura a la democracia y han expuesto la traumática memoria colectiva”. Los jueces destacaron también al dar a conocer su elección “la simpatía que Molina expresa por los exiliados y los que sufren. Aquellas víctimas de las revoluciones históricas”. “Es uno de los autores más importantes de nuestro tiempo”, añadieron.
A continuación aparece un fragmento de un artículo aparecido en el periódico El País, en el que el autor tiene una columna semanal, de fecha del 5/4/2008 sobre el fotohistoriador Publio López Mondéjar, al que pertenece la fotografía que se muestra.
Dice López Mondéjar que la división entre arte y artesanía le pone enfermo. Sabe de lo que habla. La causa en la que él lleva militando tantos años es el rescate de la memoria fotográfica española, que es casi lo mismo que decir la memoria, a secas: nada como una fotografía para preservar las cosas tal como verdaderamente fueron, las caras que cambian tan rápido y se pierden sin rastro y se olvidan con tanta facilidad, la palpitación cotidiana de las ciudades, las ropas y las expresiones de la gente, la instantaneidad de los sucesos, lo mismo los memorables y los triviales: los que parecieron memorables y con el paso de los años se volvieron triviales o ridículos; los que escondían en su apariencia de trivialidad el secreto de un tiempo. López Mondéjar tiene una idea novelesca de la fotografía, de su capacidad cervantina y galdosiana de contener indiscriminadamente la experiencia de los seres humanos. Cervantes y Galdós, y James Joyce, y Dickens: pero también Proust, que dispara la atención siempre algo febril de sus grandes ojos negros para capturar el instante único que seguirá siendo presente cuando se haya convertido en pasado lejano, el rasgo preciso y distintivo que retrata entero un carácter o revela un deseo oculto. Cervantes, Galdós, Joyce, Dickens, Proust, quisieron abarcar en sus libros el mundo que ellos conocían. López Mondéjar se ha remontado mucho más allá de los límites de su propia experiencia y de su memoria personal. Contagiado por sus búsquedas incesantes, por sus colecciones rescatadas de fotos de muertos de hace más de un siglo, Publio López Mondéjar tendrá espejismos de recuerdos que lo devuelvan al Madrid sitiado de la Guerra Civil o a los desérticos caminos españoles por los que transitaban como exploradores los primeros fotógrafos, llevando sus pesados equipos a lomos de mulos
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En este 2013 que comienza inauguramos una nueva sección que vamos a llamar SEMANARIO DE POESÍA. En ella aparecerán una selección de poemas realizada por el poeta y coordinador de la los talleres de la Biblioteca de Asturias Fernando Menénedez. Aquí os dejamos la primera entrega.
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Por los años en que Kermode deslumbraba con sus indagaciones sobre el sentido de un final nos dejaban definitivamente Richmal Crompton y Enid Blyton, que hacía un cuarto de siglo dominaban como nadie, en el Reino Unido y en ultramar, la novela de adolescentes. Fuimos muchos los que, como probablemente también el propio Barnes, cultivamos aquella y estas lecturas, y no se me tome esta referencia cruzada como maliciosa, pues al fin y al cabo admirados escritores de más o menos la misma quinta como Fernando Savater o Javier Marías reconocieron pareja debilidad (por las dos damas, que no por Kermode).
El sentido de un final se nutre considerablemente de ambos ingredientes. De las peripecias, por supuesto, hasta extremos que una reseña razonable como pretende ser esta no debe desvelar. No creo, sin embargo, transgredir ninguna norma si menciono como desencadenante de la acción el suicidio a los 22 años de su edad, recién concluida la carrera en Cambrige, de uno de los personajes principales, Adrian. Formaba parte, dicho sea de paso, de un grupo juvenil que nos recuerda en parte a los “proscritos”de William Brown o “los cinco” de Blyton.
Aquí son cuatro, si sumamos al citado -el más inteligente de todos- a Colin y Alex, menos relevantes, y al auténtico protagonista y narrador, Tony Webster, que deberá contentarse con estudiar Historia en Bristol. Barnes vuelve por donde solía, si recordamos su primera novela de 1980, Metroland, protagonizada por otros dos desenfadados adolescentes. Algunas de las mejores páginas de El sentido de un final son las que, en su primera parte, narran los avatares escolares del grupo, casi todas travesuras incipientemente intelectuales de las que son víctimas sus profesores de historia o de literatura.
La segunda parte nos lleva cuarenta años adelante. Tony está ya jubilado y divorciado de su esposa Margaret, que sigue siendo sin embargo su confidente. No descubriremos tampoco las peripecias que se encadenan ahora, a raíz de aquel suicidio, pero como índice de la previsibilidad con que el novelista ha concebido su obra baste mencionar otro artificio, el de un diario de Adrian no tanto encontrado cuanto legado a Toni por Sarah Ford, la madre de la que había sido su primera novia, Verónica, y luego esposa de su malogrado amigo. Del manuscrito, el narrador solo recibe un fragmento trunco que termina precisamente con el comienzo de una frase que se refiere a él.
Una carta escrita a Adrian por Toni totalmente olvidada por él aporta las páginas más brillantes de esta escueta novela. En su segunda parte lo mejor son las digresiones de filosofía doméstica, pero no por ello banal, con que el “calvo setentón” que narra recuerda su vida como el “quinceañero velludo y lleno de granos” que había sido en los años 60 cuando “las cosas eran más sencillas: había menos dinero, no existían aparatos electrónicos, la tiranía de la moda era ligera, no había novias” (pág. 17). La narración está empedrada de apóstrofes a los lectores, para reclamar casi siempre la complicidad de quienes podemos tener idéntica nostalgia de aquella década luminosa. Toni intenta empatizarnos por su aceptación pacífica de la medianía que ha sido y de la admiración que le mereciera siempre Adrian por “la claridad de su vida” (pág. 132).
De todos modos, el premio obtenido por El sentido de un final ha suscitado ditirambos en inglés que me parecen desorbitados. La novela, amén de su previsibilidad antes apuntada y lo peregrino de las peripecias que no hemos descrito, peca de esquemática. Verónica, que es el auténtico catalizador de la trama, no está suficientemente elaborada, de modo que hay que creer su perniciosidad porque el narrador nos lo dice, no porque los lectores tengamos tiempo y modo de apreciarla. Y me cuesta creer que, como Barnes ha respondido en cierta entrevista, varios lectores hayan compensado su corta extensión leyéndola dos veces consecutivas.
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