Después de Romanticismo, que es su obra maestra, y de Las cuatro esquinas, Manuel Longares le regala a Madrid, y a la literatura, otra obra de arte. Se titula Los ingenuos (Galaxia Gutenberg), es una novela en tres estampas, sucede en el siglo XX, desde que Franco gana la guerra hasta que el dictador muere, y está atravesada por el estilo que el escritor ha ido depurando hasta hacerlo tan propio y tan personal como, por ejemplo, fue el estilo en Baroja. Ya se sabe que es de Longares en cuanto oyes hablar al libro.
Es ligero y audaz, verosímil y andariego; las novelas de Longares se escriben andando, y se leen como si tú lo estuvieras acompañando en ese viaje por la entraña de un sitio que él conoce como nadie. Es una celebración de Madrid, de su callejero más tradicional y más cotidiano, por el Madrid que habla en las puertas y en los bares y que grita aún ¡agua va! o se enorgullece de las más minúsculas de sus pertenencias. Aquel Madrid pobre e ingenuo que aún habita en corralas y en rastros y que se sube a las novelas de Longares como si estuviera esperando que alguien como él fuera a recoger un testimonio oral que aún no ha diluido del todo su antigua ingenuidad. Un Madrid hablado que además habla incesantemente.
Escribe Longares como si estuviera allí, en la posguerra, en la que por cierto nació hace setenta años ahora, y como si transitara por los barrios a los que acudían los inmigrantes cuando casi toda España (ingenuos) creía que en Madrid los que vinieran no se iban a morir de hambre. Es el encuentro del mundo rural, o del pequeño mundo urbano, con la gran urbe; ésta se abre y se redistribuye, en tiempos verdaderamente oscuros; Madrid sueña con tener dos riberas, como Nueva York, como París y como Londres, y los que viven en un barrio piensan que cuando las cosas vayan mejor es en el otro lado donde deben seguir viviendo.
Las ambiciones son chiquitas y las actitudes son mezquinas; la gente compra y vende la voluntad y el alma, y hay aprovechados que hacen de su poderío una exhibición de maldad y de abierto latrocinio. El proceso incluye la educación sentimental, y sexual, de los hijos de esos inmigrantes, que paulatinamente se van haciendo madrileños, van ascendiendo en el conocimiento de los barrios que transitan y van convirtiendo la ciudad en su cómplice. Hasta que la ciudad es una maraña y tanto los nuevos madrileños como los viejos tratan de olvidar que hubo un trayecto y que éste fue verdaderamente difícil y oscuro.
Como en Rayuela, en Los ingenuos hay dos zonas, una sagrada, o mítica, en la que Madrid avanza hasta llegar a ser la urbe desarrollada que ve morir a Franco, y el empobrecido entramado del viejo Madrid, que no es ni elegante ni antiguo, sino rancio y cansado, un lugar revenido en el que viven y gritan personas que están tristes pero no llegan a saberlo nunca porque han perdido la noción de la alegría, de la ambición o de la esperanza. En medio hay destellos, que Longares va describiendo con una maestría que ya mostró en Romanticismo, acaso la mejor novela del final del franquismo de todas las publicadas en España hasta la fecha.
Es un libro sobre Madrid como alma y sitio, como cuerpo y alma, y por tanto como símbolo literario en el que se fija Manuel Longares para escribir casi toda su obra. Como si Madrid respirara, o no pudiera respirar, la ciudad aparece en esta novela como un personaje. En realidad, los personajes que pueblan Los ingenuos (esos ingenuos) son el coro que habla, pero es la ciudad la que transita, la que sufre y espera, como símbolo de un país que quedó a merced de la arbitrariedad y del desánimo.
No es, por otra parte, ni una novela de tesis ni de introspección; está llena de espejos y de peripecias, como las películas de Buñuel, y de gente, como los filmes de Azcona, Berlanga o Fernando Fernán Gómez, o como el mejor teatro de Buero Vallejo. Esas peripecias son incesantes y suculentas, las lees con la frescura con que se vivieron, aunque sea sólo en la mente del autor; a esa acción contribuye la extraordinaria capacidad para el diálogo y para la observación que son por otra parte seña principal de identidad de la literatura de Longares.
Aquí, en Los ingenuos, alcanza su máxima madurez el lenguaje del novelista de La novela del corsé o de Las cuatro esquinas. Decía Jorge Guillén que lo profundo es el aire. Longares alcanza la profundidad desde la ligereza, ese es su estilo, ríe y muestra, no se entretiene nunca. Sale uno de Los ingenuos habiendo vivido en la novela y me parece que queriendo más a esta ciudad que, en la escritura de Longares, parece más una persona que un personaje.
Es ligero y audaz, verosímil y andariego; las novelas de Longares se escriben andando, y se leen como si tú lo estuvieras acompañando en ese viaje por la entraña de un sitio que él conoce como nadie. Es una celebración de Madrid, de su callejero más tradicional y más cotidiano, por el Madrid que habla en las puertas y en los bares y que grita aún ¡agua va! o se enorgullece de las más minúsculas de sus pertenencias. Aquel Madrid pobre e ingenuo que aún habita en corralas y en rastros y que se sube a las novelas de Longares como si estuviera esperando que alguien como él fuera a recoger un testimonio oral que aún no ha diluido del todo su antigua ingenuidad. Un Madrid hablado que además habla incesantemente.
Escribe Longares como si estuviera allí, en la posguerra, en la que por cierto nació hace setenta años ahora, y como si transitara por los barrios a los que acudían los inmigrantes cuando casi toda España (ingenuos) creía que en Madrid los que vinieran no se iban a morir de hambre. Es el encuentro del mundo rural, o del pequeño mundo urbano, con la gran urbe; ésta se abre y se redistribuye, en tiempos verdaderamente oscuros; Madrid sueña con tener dos riberas, como Nueva York, como París y como Londres, y los que viven en un barrio piensan que cuando las cosas vayan mejor es en el otro lado donde deben seguir viviendo.
Las ambiciones son chiquitas y las actitudes son mezquinas; la gente compra y vende la voluntad y el alma, y hay aprovechados que hacen de su poderío una exhibición de maldad y de abierto latrocinio. El proceso incluye la educación sentimental, y sexual, de los hijos de esos inmigrantes, que paulatinamente se van haciendo madrileños, van ascendiendo en el conocimiento de los barrios que transitan y van convirtiendo la ciudad en su cómplice. Hasta que la ciudad es una maraña y tanto los nuevos madrileños como los viejos tratan de olvidar que hubo un trayecto y que éste fue verdaderamente difícil y oscuro.
Como en Rayuela, en Los ingenuos hay dos zonas, una sagrada, o mítica, en la que Madrid avanza hasta llegar a ser la urbe desarrollada que ve morir a Franco, y el empobrecido entramado del viejo Madrid, que no es ni elegante ni antiguo, sino rancio y cansado, un lugar revenido en el que viven y gritan personas que están tristes pero no llegan a saberlo nunca porque han perdido la noción de la alegría, de la ambición o de la esperanza. En medio hay destellos, que Longares va describiendo con una maestría que ya mostró en Romanticismo, acaso la mejor novela del final del franquismo de todas las publicadas en España hasta la fecha.
Es un libro sobre Madrid como alma y sitio, como cuerpo y alma, y por tanto como símbolo literario en el que se fija Manuel Longares para escribir casi toda su obra. Como si Madrid respirara, o no pudiera respirar, la ciudad aparece en esta novela como un personaje. En realidad, los personajes que pueblan Los ingenuos (esos ingenuos) son el coro que habla, pero es la ciudad la que transita, la que sufre y espera, como símbolo de un país que quedó a merced de la arbitrariedad y del desánimo.
No es, por otra parte, ni una novela de tesis ni de introspección; está llena de espejos y de peripecias, como las películas de Buñuel, y de gente, como los filmes de Azcona, Berlanga o Fernando Fernán Gómez, o como el mejor teatro de Buero Vallejo. Esas peripecias son incesantes y suculentas, las lees con la frescura con que se vivieron, aunque sea sólo en la mente del autor; a esa acción contribuye la extraordinaria capacidad para el diálogo y para la observación que son por otra parte seña principal de identidad de la literatura de Longares.
Aquí, en Los ingenuos, alcanza su máxima madurez el lenguaje del novelista de La novela del corsé o de Las cuatro esquinas. Decía Jorge Guillén que lo profundo es el aire. Longares alcanza la profundidad desde la ligereza, ese es su estilo, ríe y muestra, no se entretiene nunca. Sale uno de Los ingenuos habiendo vivido en la novela y me parece que queriendo más a esta ciudad que, en la escritura de Longares, parece más una persona que un personaje.
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