Dejadme que os
diga una cosa. Acabo de leer Rue de
l´Odeon, hermoso libro testimonial de Adrienne Monnier y otros que la
homenajean como sin duda se merece, y os confieso que he experimentado durante
el trayecto solipsista de la lectura una sensación impagable por la que el
arrobamiento y la confusión de los tiempos, las sensaciones, los afectos e
incluso las admiraciones sanas y provechosas me han guiado con encantador don
de mando. (Me habrá ayudado escuchar de fondo a Patti Smith interpretando People have the power, poesía beat y lamento punk a partir de la poesía francesa finisecular)
Como alguien cercana a mí, la Monnier me ha trasladado a cierto estado
metafísico de obligada publicidad por mi parte. Pero no me veo capacitado, como
el Rey Lagarto, para ofreceros
arabescos de electrónica borrachera cabalgando en la tormenta. Así que vuelvo
enseguida a la rectitud.
A título de anécdota, diré que la primera noticia que tuve de La maison des amis des livres fue a
partir de un malentendido al que me llevó una pequeña agenda, con tapas de piel
marrón claro y fuerte olor a tabaco rubio, que se dejó olvidada en cierta cafetería
de Oviedo Juan Benet. Me tocó recuperarla y la tuve en casa, eso sí, entregado
a la indiscreción de revisarla atentamente; hasta que otro mediador, en este
caso fue mi amigo Paco García, al parecer representante de Benet en la Tierra,
supo que la tenía yo y me la pidió para, según me dijo, hacérsela llegar a su
propietario, que la andaba buscando. Con la urbanidad decadente que me
caracteriza y me lesiona, le entregué la agenda a Paco no sin reservas. Allí
figuraba, entre otras, una dirección y teléfono de París que me llamó la
atención: La maison des écrivains,
como todo lo demás escrito, por el propio Benet, con letra muy menuda y a
bolígrafo azul. De modo que una ligera confusión de nombres me llevó a
descubrir la tienda de la señorita Monnier. Puedo decir que se lo debo a Benet.
De inmediato evoqué un punto de encuentro de escritores en París. Todavía no
sabía yo que aquel mágico nombre descubierto por mí al azar —el de la librería—
respondía a un lugar sagrado situado justo enfrente de Shakespeare and company, de la que ya tenía yo noticia entonces, la
tienda de Sylvia Beach, americana que tanto hizo por la literatura europea;
entre otros logros, publicar entero por primera vez en Europa el Ulises y recibir en su librería como
asiduos a Joyce, Hemingway, Eliot, Fiztgerald, Pound, Madox Ford, Barnes, Beckett
y casi todos los arcángeles del modernism,
de la lost generation y de mis sueños
a voces. Los demás —ángeles de mis sueños susurrados— debían de encontrarse en
la acera de enfrente (Valéry, Gide, Romains, Breton, Larbaud, Fargue, Linnosier…)
Me fío de una librera —Adrienne Monier— que entre otras perlas es capaz
de vislumbrar que “el estado de ánimo de los libros es una sonrisa universal”.
Que apuesta por Romains y nos enseña el unanimismo,
donde inscribe, con certero olfato, a Claudel, en quien percibe antecedentes surrealistas,
pese a que éstos —los surrealistas— lo despreciarían con crueldad
injustificada, tanto como a Gide (sí, el de Paludes).
Que sigue apostando por Fargue o por Reverdy o por Rachilde —de quien nuestro
Rubén escribió: “satánica flor de decadencia, mala como un pecado” (v. Los raros)—, y que publicita una hermosa
plaquette titulada Bibi-la-Bibliste, incomparable composición
que en dos cuartillas —novela minimalista y poemática como ninguna— se eleva
con todos los derechos como pieza imprescindible, adelantándose a Dadá (bumbum, bumbum, bumbum) y sirviendo de manifiesto —avant la lettre— para el grupo de los potassons. Su autora era una joven
inteligente y digna de todo rescate por nuestra parte, Raymonde Linnosier. Es
inevitable, he ahí la literatura francesa que a tantos amamanta…
Hace pocos años he leído otro libro
de similar factura. En este caso se trataba de los testimonios de Sylvia Beach
y sus recuerdos en torno a Shakespeare
and company, como ya se dijo, situada enfrente de La maison des amis des livres. Por eso ahora se me ocurre
recomendar tres libros para completar una trilogía de la culminada vanguardia
literaria parisina. Recupero, pues, París
era una fiesta, de Hemingway, y esos dos libros testimoniales —cuyos
títulos responden al nombre de la tienda, en el caso de la americana, y al de
la calle, en el de la francesa— de dos amigas, vecinas, amantes, confidentes, apasionadas
alumnas, eficaces mecenas y locas por los libros y los escritores y las
escritoras y las vanguardias (avant garde):
Sylvia Beach (la vanguardia anglosajona en Paris) y Adrienne Monnier (la
vanguardia francesa en Paris). Por eso hemos de ver la pequeña rue l´Odeon como
el pasillo de una casa particular, benefactora y punto menos que celestial, con
puertas a ambos lados que dan a habitaciones repletas no tanto de libros como
de proyectos e ilusiones que han servido de salvaguarda de una literatura
universal e irrepetible por desgracia. Una literatura y una atmósfera. Fue en
otro tiempo, lo sabemos, pero se nos ofrece el porvenir, porque estas cosas,
mientras estemos vivos, tienen lugar en una espiral llamada Laberinto que gira
en nuestro interior. Mientras estemos vivos... Es por eso que el pasillo de la
casa pertenece a mi brumoso mundo anhelado, y a esas dos mujeres-madres se lo
debo en buena medida.
En 1955 la Monnier, que padecía el
síndrome de Ménière, se suicidó. Un año después nacía un servidor y treinta
años después, treinta años atrás o treinta años quietos, surgía el reencuentro
en la rue l´Odeon, reencuentro que hoy añoramos con la esperanza de que una
eternidad por delante nos permita sustentar la liviana emoción de homenajear
entre versos y silencios musicados por Satie a nuestra querida Adrienne la Francesa, como la llamaba
cariñosamente Saint-John Perse. Ella lo dijo: “El negro es el negro y la
noche”.
Fernando Fonseca
Rue de l´Odeon, Adrienne Monier, Edic. Gallo Nero. 249 págs.
Rue de l´Odeon, Adrienne Monier, Edic. Gallo Nero. 249 págs.
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