Redonda, estupenda y sugestiva: así considero la última novela de Ricardo Menéndez Salmón, llamado a ser, si no lo es ya, el novelista actual de referencia entre los nacidos en Asturias, el que siempre se va a citar cuando se hable de la narrativa que aquí se escribe. Es su octava novela -instalado ya en una editorial de ámbito internacional-, que se une a sus ensayos, relatos, poesía y obra teatral o de traducción, así como a sus colaboraciones periodísticas en el suplemento «Cultura» de LA NUEVA ESPAÑA. O sea, un escritor que escribe, indaga y no se conforma. Hagamos, no obstante, la salvedad oportuna: no es un escritor de masas, no cuenta las tribulaciones de un adolescente que se quiere vampiro, no explora tramas en que una llave se pierde en un convento donde hay un manuscrito que recupera una arqueóloga enamorada de un agente de cierta sociedad secreta y etcétera, etcétera. Salmón es un escritor fuerte, droga dura, denso, para leer «en interiores», como él mismo me confesó. Basta ver a los que dedica su novela: Chus Fernández, Juan Carlos Gea y Moisés Mori, tres escritores en su misma línea, la literatura que no transige. Quienes aún, en estos tiempos, tengan gusto por la literatura lean a Salmón. Quienes compren cachivaches crucigrameros en forma de libro no hace falta que se molesten.
El narrador de la novela nos sitúa en cómo van las cosas: «De modo que hoy, aquí, a punto de completar la parte dedicada al maestro letón en
La luz es más antigua que el amor, empeñado en este diálogo entre varios niveles, acosado por tentaciones y auxiliado por costumbres, navegando entre la excelencia y la urgencia, como siempre dueño de lo que callo, como siempre esclavo de lo que escribo?». El maestro letón es Mark Rothko, quien se quitó la vida tras pintar «su último cuadro, un réquiem por la luz, que no era otra cosa que su autorretrato. Un cuadro totalmente negro que lo devoró la mañana del 25 de febrero de 1970 en su estudio de Nueva York». Los varios niveles son las demás historias que, con saltos temporales, se nos cuentan: por ejemplo, la de Adriano de Robertis, un pintor herético del siglo XIV, que, oprimido por la censura manifestada mediante el juicio de un cardenal culto, restablecidos sus valores esenciales tras la tragedia de su hijo, «pintará la vida, de nuevo, tal y como sucede». Por ejemplo, también, la de Vsévolod Semiasin (de quien se construye una falsa biografía real, pero muy cierta literariamente, entre 1925-2005), un artista que acaba comiéndose su propia pintura, dicho quede al pie de la letra. Y, por último, la de Bocanegra, un escritor que escribe la novela que leemos y cuya trayectoria se explora desde un primer trabajo para clase en el instituto, en 1989, hasta que recibe el Nobel a los 69 años, en el 2040. Como Semiasin y De Robertis no existieron, Rothko sí, y Bocanegra cuenta con rasgos y cosas de Salmón, ya tiene el lector que guste de buscar paralelismos entre realidad y ficción un entretenimiento muy satisfactorio, tanto como el de buscar las influencias del autor, como cierto cuento y cierta novela de Juan Benet, cuyos títulos me callo.
No son sólo esos los niveles en que se ocupa el narrador.
La luz es más antigua que el amor me parece primordialmente una reflexión sobre el arte de la creación, su utilidad, su sentido. ¿Por qué ha de haber pintores, pongamos por caso?: «Los pintores son hombres complejos. Pero también son obra de Dios, qué duda cabe. Hay que acatarlos como parte de Su plan. Están ahí para indagar en las partes menos obvias de lo creado: lugares imperfectos, vanidad, decantación de sustancias delicadas», es la respuesta que da el cardenal que juzga la no oportunidad del fresco que pinta De Robertis. ¿Cuál es la función del hombre en su siglo, su labor?: «Consiste, única y exclusivamente, en desvelar el inmenso aparato, la ingente tramoya del mundo natural, pero no para regodearse en la inteligencia del intérprete, sino para asumir la pequeñez de su tarea».
Bastarían esos dos niveles para que la novela fuese sugestiva: los creadores que articulan las historias (unidos por el lugar físico donde de algún modo confluyen, el lugar donde habitó el mal: «¿Crees que el mal deja su huella, imprime su aliento, en los lugares en los que ha habitado?», pregunta angustiado cierto personaje) y la reflexión sobre el hecho de crear. Sin embargo, hay más niveles de lectura. Pueden buscarse docenas de apotegmas o sentencias o dichos, algo simples algunos, enjundiosos los más: «El hombre es un intruso en el tiempo de la naturaleza»; «Si alguna característica universal posee el sufrimiento es que hace egoísta a quien lo padece»; «La vida es una lámpara que los hombres se ceden unos a otros»; «Un hombre es lo que ha visto»; «Los momentos mil veces vividos antes de que sucedan, y que después, una vez pasados, serán evocados en otras tantas ocasiones, nunca destilan la gota de miel pura que, en realidad, los conforma y significa». O puede quien lee recrearse en los, digámoslo así, secundarios que aparecen, desde el suicida artístico Harras («No debía resultar fácil aceptar semejante caudal de fuego encerrado en unos ojos»), a Faulkner («En el principio fue el Verbo (...), se llama William», o a un imponente episodio, mi preferido, que protagoniza Stalin: es redondo, el narrador busca definir al dictador, se acerca a la definición perfecta, parece que se le va a escapar, pero la encuentra: «Alguien en cuya presencia se notaba un cambio de temperatura en el ambiente. Sí. Eso es lo que llamamos poder: un cambio en la temperatura de las cosas, un asunto meteorológico». Redondo.
¿Alguna solución tras tanto viaje en el tiempo, en el espacio, sobre qué y para qué se crea? Es decir: «Quien en el acto de componer música, pintar frescos, esculpir sobre mármol o levantar catedrales se contempla a sí mismo desde la perspectiva del oficio no puede por menos que preguntarse: "Todo este esfuerzo, toda esta lucha de vanidades, toda esta ingente escenificación, ¿para qué?"». El personaje de Bocanegra responderá: «Como la literatura, como cada palabra que he escrito a lo largo de toda mi vida (...) sirve para consolar, para librarnos de la aflicción de un mundo en el que la dignidad humana es crucificada todos y cada uno de los días». Redonda, estupenda y sugestiva. Da esa «¡Luz, más luz!» que para sí pedía el Goethe agonizante.
Francisco García Pérez, La Nueva España,
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