Puede ser
popular la poesía por Marta Sanz
Artículo aparecido en El Confidencial el 8/2/14
Parece un
hecho que puedo escribir una novela en primera persona en la que una monja
ninfómana asesine a sus amantes apretando mucho las piernas. Acaba de ver Blade
Runner y se ha quedado impactada por los saltos de Daryl Hannah y la
criminal firmeza de sus muslos. Por su capacidad de amar. Para escribir esa
historia no tengo que ser monja ni ninfómana ni haber matado a nadie. Ni
siquiera tengo que haber visto la película de Ridley Scott.
Puede que
esa novela refleje alguna de las facetas del poliedro que soy yo –y cualquier
hijo de perra o de vecino-, pero no ha de corresponderse miméticamente ni con
mi experiencia ni con mi carácter. Sólo un psicoanalista sutil –lo imagino con
la cara de Viggo Mortensen o Michael Fassbender- se atrevería a
definir a la persona del novelista a través de sus libros.
Los libros
del novelista son su carta astral. O a lo mejor son su máscara y la máscara es
lo mismo que la piel porque, como Wilde y Vonnegut saben, hay que
tener mucho cuidado con lo que uno parece ser porque uno es lo que parece. Cada
vez que alguien escribe –ficción, fantasía, periodismo…- está enseñando la
patita por debajo de la puerta…
A propósito
de Vonnegut, estamos de celebración: la editorial La bestia equilátera acaba de
publicar uno de sus textos más divertidos, Cuna de gato. En a
contraportada de esta preciosa y violenta edición, unas palabras recogidas en The
New York Times contradicen esa identidad entre el ser y el parecer que
Vonnegut calca de Wilde: “El momento de leer a Vonnegut es justo cuando se
empieza a sospechar que nada es lo que parece. No solo divierte:
electrocuta”. Lo bueno de la literatura es que no es una ciencia exacta.
Los poetas
polifónicos
Muchos
lectores están dispuestos a admitir la brecha que separa al autor de sus
narradores, el talante esquizofrénico e impostor del novelista. Sin
embargo, con la poesía se tiende a pensar que entre voz, sujeto y autor no
existe distancia. Se piensa que toda la poesía es autobiográfica y puede que
todos los libros lo sean pero, mientras lo decidimos, convendría que leyéramos La
poesía de la experiencia de Robert Langbaum (Comares) para detectar
las polifonías del texto poético y poner en cuarentena algunos tópicos: Espronceda
saca pecho en la proa de un bergantín o disfruta con la lúbrica Jarifa; Antonio
Machado se concentra en el vuelo de las moscas; Miguel Hernández
araña la tierra bajo la que reposan los huesos de Ramón Sijé.
Quizá tienen
la culpa las ingenuas ilustraciones de los libros de lengua y la propensión a
conmovernos, mientras identificamos a personas con personajes y a los
personajes con nosotros mismos. Volviendo a los psicoanalistas, Freud
apuntó que leemos identificándonos con héroes y antihéroes, proyectando
en ellos nuestras carencias o confusiones, rechazándolos o amándolos: leemos
con la pulsión de que el texto nos cure del demonio. Leemos sin salir de
nosotros mismos. No sé si esa es la mejor manera de leer. O la inevitable.
Hoy voy a
hablar de poetas polifónicos: son ellos mismos pero consiguen ser a la vez
muchas personas. Suenan como una mano que se cae sobre las teclas de un órgano
–como Isaac Rosa en La habitación oscura (Seix Barral). Son poetas
a los que el psicoanalista sutil reconocería debajo de sus figuras retóricas y,
sin embargo, merecen la pena por su capacidad para modular otros acentos,
salir del cascarón y hablarnos de las cosas que pasan usando esas palabras que
“son difíciles en todos los idiomas”. La cita es de Martín Rodríguez-Gaona
en Madrid, línea circular (La Oficina).
Pero
antes de hablar del poemario de Rodríguez-Gaona, merecedor del XXIV Premio de
Poesía Cáceres, Patrimonio de la humanidad, leamos en esta Biblioteca pública
Penúltimo danzante (Ediciones La Baragaña) del ovetense
Fernando Menéndez
El lector
derviche
La sintaxis
baila en los poemas de Fernando Menéndez. El hipérbaton es contorsión,
necesidad y esfuerzo. En ese extrañamiento del lenguaje el lector se siente
acogido. En ese extrañamiento de la palabra poética reside su hospitalidad: el
lector forma parte del poema porque escucha las mismas voces que quien
ha tomado la palabra, y comparte su baile y su distorsión.
El lector,
contagiado, podría ponerse a hablar para completar las polifonías de Penúltimo
danzante. Desde la revolución de la sintaxis y el replanteamiento de cuál
es el punto en el que acaba el poema, Menéndez propone una sintaxis de la
revolución por la que nos sentimos concernidos. Nos remite a El Homóvil
de Jesús López Pacheco, una “polinovela”, rescatada por Debate en 2002,
donde a través de la parodia experimental del experimentalismo se plantea un
trabalenguas y una verdad: en la literatura española se sustituye el lenguaje
de la revolución por la revolución del lenguaje.
La palabra
de Menéndez, desde su aparente complejidad, habla de cosas que nos atañen. Es
voz en el tiempo: lo cotidiano, lo político, principio y fin, dentro y fuera,
maternidad y muerte, la excentricidad y la inquietante posibilidad de que lo
poético no sea una anomalía, sino un modo único e innegociable de entender
y decir lo que ocurre. Un modo de aproximarse a lo real que ordena ese magma
caótico en realidad inteligible. Una realidad que sólo puede nombrarse como se
nombra en un poema en particular.
Nombrar de
otro modo presupone y construye otra realidad. El lenguaje da cuenta de una
necesidad: no es una opción. Si partimos de ese axioma –el lenguaje del
poema no es una anomalía-, empezamos a ver de un modo diferente el poema
político: la normalización del escorzo formal despolitizaría ciertos riesgos
retóricos, por ejemplo, la posibilidad de una sintaxis crítica como marca de un
desajuste en el mundo.
La
perplejidad del lector y la calidad inasequible del texto –el escorzo de lectura que exige-
ya no serían la medida de su intrepidez civil. La propuesta de Menéndez no
desdeña esa contradicción que a menudo aparta la poesía de los lectores: elitismo
frente a populismo, ilegibilidad frente a facilidad confortable. La
paradoja de los escritores que saben que la oposición entre conocimiento y
comunicación en poesía es una falacia.
La voz de
este Penúltimo danzante pone las neuronas a danzar. Como un derviche.
Mientras bailamos y leemos cobramos conciencia de que somos textos hechos de
otros textos. Somos permeables y nos empapan las canciones. Como los
poemas de Menéndez que a la vez son flujo de conciencia –particular y
colectiva- lleno de interrupciones y campo sembrado visto desde arriba. En la
escisión, en el corte de los retazos y de los textos que nos constituyen, como
en los collages, reside el sentido de las cosas.
En el
collage y la polifonía de Menéndez resuena la voz de José-Miguel Ullán
cuya muerte afectó al poeta de Oviedo más de lo que él mismo había imaginado. Penúltimo
danzante es la demostración de que el lenguaje sigue siendo suficiente,
frente a las cochambrosas místicas del poema. Para el lector interesado en la
obra de José-Miguel Ullán, recomiendo la edición que lleva a cabo en Cátedra
otro poeta y crítico, Miguel Casado: Ardicia. (Antología poética
1964-1994).
El lenguaje
de la revolución y la revolución del lenguaje funciona como paradoja creativa
en poetas con vocación civil que son exigentes con su palabra. Como Fernando
Menéndez. Por cierto, el profesor, crítico y director de escena, César de
Vicente fue a la Feria del Libro de Madrid para regalar ejemplares de El
Homóvil que iban a destruirse. Pocos se quisieron llevar el libro: tenemos
una desconfianza enfermiza hacia lo gratis y también desconfiamos de lo que
se vende poco. Cuestiones cuantitativas. César de Vicente fue retirado –él y
los ejemplares- de la vía pública: una buena ilustración del estado de la
cultura en nuestro país.
Encerrados
en un túnel transparente
Así pasamos
nuestra vida, según Rodríguez-Gaona. Por fortuna, la transparencia nos deja
mirar dentro e incluso escuchar voces que se escapan. Los poemas de Madrid,
línea circular son, entre otras cosas, apuntes del natural a través de los
que el observador, el paseante diurno y noctámbulo –el nocturno es uno de los
géneros sobresalientes en este libro-, el poeta plasma el desarraigo de quien
está buscando prender en tierra extraña: senegaleses, paquistaníes, chinos,
peruanos.
El amor
–“Madrugada en la glorieta de Bilbao” es un texto precioso- o la amistad se
entretejen en los viajes de ida y de vuelta, pero las palabras que sirven para
expresar esos sentimientos suenan tan ásperas como el acento español al oído
latinoamericano. Y ése es el hallazgo de una poesía que no suena ni dócil ni
tópica ni complaciente.
Rodríguez-Gaona
habla de la necesidad de construir un espacio heroico, un proyecto vital
destinado al fracaso: ese impulso, enfermizamente humano, lo emparenta con el
romanticismo y con aquellos poetas modernistas que se morían de sed en sentido
figurado y literal. Me acuerdo del retrato de Rubén Darío que hacía Rafael
Reig en su Manual de literatura para caníbales (Debate). En “Retrato
con velo negro” percibimos la pulsión tanática de los que han sido
mordidos por el arte: la inclinación autodestructiva se atempera con la
conciencia de que otras voces interfieren en la poesía para construir el yo en
el nosotros.
Los
personajes que deambulan por estas líneas de metro buscan una patria que no
proporcionan las gestas futbolísticas. Rodríguez-Gaona, paseante y
poeta, sujeto y objeto de su propia palabra, deconstruye con razón el
paraíso. Su manera de mirar, dolorosa y escorada, contempla alegrías extrañas:
como la de los muchachos que tocan de madrugada los tambores porque “no tener
vida es el motivo para la mayor alegría.” Sin expectativas llegan las
explosiones báquicas y el verle a la luna siempre el reverso oscuro.
Rodríguez-Gaona
ofrece apuntes muy interesantes sobre su propia poética. Antes, el curioso
lector se queda alucinado leyendo “Finis desolatrix veritae”: un
poema/instalación/poliedro donde las historias de la anarquista Lucía
Sánchez Saornil y el escritor fascista Giménez Caballero se
entrecruzan con las peripecias románticas de Lucía Lapiedra/Miriam Sánchez,
Pipi Estrada y Terelu Campos. Más allá de los propósitos confesos
del poeta, las hogueras de las vanidades y la cultura pop, laten dos preguntas:
¿puede la poesía ser popular? Y, sobre todo, ¿qué es digno de ser
contado? Averígüenlo ustedes mismos. No van a arrepentirse.
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