Tras concienzudas relecturas de novelas del siglo XIX y principios del XX, con la prosa desatada de Proust, Baroja o Thomas Mann, le había dado últimamente por volver a meterse de lleno con la poesía de Jabès y de Celan, viejos conocidos, e incluso había aprendido al dedillo algunos poemas de
Amapola y memoria y La
rosa de nadie, de los que buscaba traducciones distintas que luego le gustaba que comparásemos aun sin tener ninguno de los dos idea de alemán. Solía pasarse a la poesía solamente en las épocas en que peor estaba su cabeza y le costaba concentrarse y hasta sentarse a leer sin necesidad de tener que levantarse de la butaca cada dos por tres para recorrer el pasillo arriba y abajo o servirse cualquier cosa del frigorífico o del mueble bar. Me puso al tanto de la biografía de Celan y de sus versos adictivos. De hecho consiguió que yo acabase empapado por entero de Celan, al que empecé a imaginar siempre en medio de un paisaje nevado, con un nudo en la garganta, dueño de una tristeza inhumana y de la culpa que ni un solo día de su vida le dejó desterrar de la mente la imagen de sus padres muertos, tendidos sobre el frío, en el campo de Mijailovka, a orillas del Bug.
LA MALA LUZ, Carlos Castán, Editorial Destino
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