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ANTONIO MUÑOZ MOLINA; LLAMÁDME LÁZARO


Artículo aparecido en Babelia el 22/2/14
 
Como el marinero y náufrago Ishmael, Lázaro empieza por declarar su nombre: “Pues sepa vuestra merced ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes”. En ambos casos hay un tono imperativo, un interlocutor cercano y una sospecha o una evidencia de impostura. Ishmael no asegura que ese sea su nombre: tan solo nos insta a llamarlo así. El “vuestra merced” de Lázaro está tan presente en la primera línea de la historia como el vosotros o el tú —“call me Ishmael”— del narrador de Melville. Ishmael puede estar ocultándose tras un nombre supuesto, pero el autor de la novela no finge que sea un personaje real. Lázaro juega a presentarse como el narrador de su propia peripecia. Cuenta en primera persona, y en la portada del libro no hay más nombre que el suyo. No es un autor anónimo, sino apócrifo, como ha precisado Francisco Rico. Además, en toda la historia, los únicos nombres propios que hay son el suyo y el de sus padres.

 

En el principio fue el nombre. Los nombres de los personajes de ficción son la semilla de sus posibilidades narrativas. El primer paso que da el hidalgo Alonso Quijada o Quesada para convertirse en caballero andante es elegir un nombre, tan vinculado a su origen como el de Lázaro al suyo, aunque son orígenes prosaicos y por lo tanto burlescos, porque aluden a lugares de la realidad común y no de la literatura; y a continuación inventa el nombre de su amada y el de su caballo.

 

El Lazarillo finge ser una carta que Lázaro dirige a alguien de su confianza. Cervantes finge haber encontrado unos cartapacios en árabe en una almoneda de Toledo. Cuando Defoe publicó por primera vez Robinson Crusoe lo hizo pasar por el testimonio verdadero de un náufrago. Allan Poe escribió algunos de sus cuentos de exploraciones fantásticas en los periódicos asegurando que eran relatos fidedignos. Max Aub presentó su Jusep Torres Campalans no como una novela sino como una biografía y un estudio monográfico sobre la obra del pintor de ese nombre. En Zelig Woody Allen juega a estar haciendo un documental, con metraje defectuoso de los años veinte y treinta, y testimonios perfectamente serios de intelectuales de Nueva York que aseguran haber conocido al personaje: Susan Sontag, Saul Bellow. En la ficción, desde Lázaro de Tormes, siempre ha existido como un impulso desvergonzado de falsificación y de estafa, un deseo no solo de imitar lo real sino de invadirlo y ocuparlo. En el Alcázar de Madrid las Meninas ocupaban una pared en una habitación interior no muy grande: quien entrara en ella tendría por un momento la sensación de estar pisando el espacio del cuadro.

 

La novela es un formidable universo en expansión que abarca ya cinco siglos, pero en el origen de esa inmensidad todavía viviente —¿quién puede saber cuántas novelas se han escrito, cuántas se están escribiendo y leyendo ahora mismo?— hay un Big Bang, un punto ínfimo, un libro muy breve y de pequeñas dimensiones que parecía tener y reclamar para sí tan poca importancia como la vida de su narrador y protagonista, un don nadie, un desecho social, un pregonero de Toledo dócil y cornudo, uno de los últimos entre los últimos, hijo de un preso por ladrón y de una mujer amancebada con un esclavo negro.

 

Qué extraordinaria expresión castellana, don nadie. Podría ser el título de una novela metafísica. Hasta el Lazarillo, hasta la plena irrupción de la novela picaresca y el Quijote y sus inmediatos derivados en Inglaterra y luego en el mundo, las ficciones trataban de personajes socialmente exaltados, reyes o príncipes, poderosos a caballo, etcétera. Con Lázaro de Tormes, con la novela, llegan a la literatura los don nadies, los que no cuentan, los de abajo, los tarados, los excluidos, las mujeres. Lo que hacen las novelas es contar las historias de los que por su poco relieve social carecen de ellas. También los que por algún motivo se declaran fugitivos de una identidad obligatoria: Don Quijote, Huck Finn, Fabrice del Dongo, Emma Bovary, aquel príncipe de la India que por abjurar de toda la tierra firme, gobernada por la infamia, decidió exiliarse bajo el mar, el Capitán Nemo de Jules Verne, el capitán Nadie.

 

Lázaro de Tormes es el Adán de los personajes novelescos, pero él viene de otro origen mucho más antiguo, el cuento popular y la cultura carnavalesca, mundos sumergidos y fácilmente olvidados porque apenas dejan testimonios escritos. La alta cultura, como su propio nombre indica, trata de la parte alta de la sociedad y del cuerpo humano. Mijaíl Bajtín nos recuerda que los héroes otean el mundo desde la altura de sus caballos. El valor del héroe épico y del enamorado culto residen en el órgano más noble, que es el corazón; la belleza que celebran es la que se revela a la mirada. El órgano principal en la vida de Lázaro, como en la de Sancho, es el estómago. Comilonas, vómitos, ronquidos, eructos, pedos, diarreas, secreciones corporales de todo tipo, pasan de la risa popular y el descaro carnavalesco a la literatura filtrándose por el tejido poroso de la novela. El ciego introduce su nariz tan larga como si fuera de una máscara de carnaval en la boca abierta de Lázaro queriendo averiguar por el olor si se ha comido una longaniza, y Lázaro le baña toda la cara en la abundancia pestilente de su vomitona. Nos parece que oímos ataques de risa del siglo XVI. En el siglo XX James Joyce restituye al arte de la novela la desvergüenza escatológica que había estado en su principio. Leopold Bloom, como Lázaro de Tormes, es un don nadie y un cornudo consentido y tranquilo: los dos desmienten por igual la cruenta superstición masculina y literaria de la honra.

 

En clase un estudiante mexicano lee ese episodio intentando sin mucho éxito contener la carcajada. Otro estudiante, de Colombia, levanta la mano y dice, sin burla: “Escuchaba el Lazarillo leído con tu acento y me acordaba del Chapulín Colorado y del Chavo del Ocho”. Es un recuerdo legítimo: Cantinflas, el Chavo, el Chapulín, son tan herederos naturales de Lázaro de Tormes como Huck Finn y Moll Flanders, y el Kim de Kipling y el soldado Schvejk y los soldados pobres y haraganes de Miguel Gila: los indigentes, los errantes, los que viven al azar de sus encuentros y sus aventuras, los que miran el mundo desde el ángulo preciso en el que no cabe ningún engaño y en el que son más visibles las pompas ridículas de los que mandan y la crudeza sin misericordia de las normas sociales, la miseria oculta tras el oropel, la imbecilidad bajo la máscara grave del conocimiento, los que saben hasta qué punto la prioridad absoluta en la vida es llenar el estómago y procurar, si hace falta haciendo trampa, que no lo pisen o lo arrollen a uno. De donde viene Lázaro es de esos cuentos populares en los que el fuerte, el primogénito y el bravucón nunca prevalecen sobre la viveza y la astucia del más pequeño. Empezó a vivir y a contar su vida mucho antes de que existiera la literatura.

 Antonio Muñoz Molina

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