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EL ESCRITOR SIN ECO

Del abundante caudal de recuerdos y testimonios emitidos con motivo del fallecimiento de Miguel Delibes, entresaco la siguiente anécdota, contada por Mario Camus. Al poco de conocer al escritor, éste le habría comentado cómo acababa de rechazar la propuesta de un editor para que se presentase a un premio millonario con la novela que apenas tenía comenzada. En la propuesta quedaba implícito, naturalmente, que Delibes se llevaría el premio. Pero Delibes se negó. “Qué pensarán de mí”, dijo. “¿Quién?”, preguntó el delegado del editor en cuestión. “Los que han presentado sus novelas al premio y se encuentran con que está dado antes”, contestó Delibes. “Eso qué importa. Pensarán que su historia era la mejor, sin duda.” “A mí me importa, y mucho”, replicó Delibes. Y de esta manera zanjó la cuestión.

La cultura española se ha envilecido tanto que una anécdota así, por muy ejemplar que se juzgue, no resuena. Es como si se produjera en una cámara anecoica, especialmente diseñada para absorber el sonido y evitar cualquier efecto de eco, de reverberación. La admiración que suscita el rechazo de Delibes resulta inocua, pues parece ceñirse a su particular talante, ya se sabe, el propio de un hombre sencillo, cristiano convencido, padre de familia numerosa, provisto de una ética sin duda muy respetable pero algo trasnochada; un hombre de otros tiempos, en definitiva. Y quién va a sentirse concernido por un ejemplo así.

Del mismo orden es el aplauso unánime que suscita la prosa de Delibes, tan contenida, se dice, tan sobria. No se repara suficientemente -para qué- en la dimensión moral de sus opciones estilísticas, en los rechazos -y no sólo las virtudes- que conlleva, especialmente patentes cuando se contrasta esa prosa con la de contemporáneos como Cela o, muy especialmente, Umbral, hacia quien Delibes, por cierto, no dejó de profesar admiración y afecto.

La proyección literaria de Delibes eclipsa, por otro lado, su trayectoria como periodista, en la que cabe subrayar otros rechazos significativos, empezando por el que, en 1966, lo movió a abandonar la dirección de El Norte de Castilla -diario a cuyo frente estaba desde 1953- por su desacuerdo con la Ley de Prensa promulgada por Fraga aquel mismo año y su negativa a plegarse a las sumisas directrices de los amos del periódico. Si aquel enfrentamiento de Delibes con las autoridades del momento ha sido frecuentemente recordado, lo ha sido menos el dato de que en 1975, cuando el diario El País estaba a punto de emprender su andadura, José Ortega Spottorno viajó frecuentemente a Valladolid para convencer a Delibes de que asumiera la dirección del nuevo periódico. El rechazo se debió esta vez a razones particulares: Delibes se hallaba muy abatido aún por la muerte de su mujer y, por otra parte, se resistía a trasladarse a Madrid. Desde la actualidad, sin embargo, el dato contribuye como pocos a hacerse cargo de la radical transmutación que en escasos años se produjo en los paradigmas conforme a los que, a la muerte de Franco, se pensaba que había de impulsarse y evolucionar la cultura democrática española. Resulta sencillamente imposible imaginar qué hubiera pasado de haber aceptado Delibes aquella propuesta. En cualquier caso, hoy escandaliza a la razón la sola idea de hilar, a propósito de lo que sea, las personalidades de Miguel Delibes y Juan Luis Cebrián. Y de ese escándalo, de naturaleza intelectual e incluso estética antes que moral, cabe concluir un severo diagnóstico sobre lo ocurrido en la cultura y en el periodismo español durante las últimas tres décadas.

Con motivo de la muerte de Carmen Martín Gaite, hace diez años casi, Belén Gopegui escribió un emocionante artículo en el que proponía pensar en todo aquello que la escritora había resuelto no ser: “Lo que no era pudiendo serlo, lo que no era recibiendo cada día ofertas para serlo. Lo que no era, dónde no estaba, en qué fiestas no se la veía, de qué premios no era jurado, qué premios pactados bajo cuerda no ganó, de qué instituciones no quiso formar parte por más que le insistieron, en qué programas de televisión no estuvo, a qué grupos mediáticos no quiso unir su figura ni su discurso, qué historias de encargo no aceptó, a qué preguntas no quiso contestar, qué favores prefirió no pedir”.

La muerte de Miguel Delibes es una buena ocasión para repetirse estas mismas preguntas, y de paso preguntarse también hasta qué punto esta miseria que nos rodea no es consecuencia del sistemático debilitamiento, en los individuos tanto como en las instituciones, de la capacidad para resistirse a tantas cosas, a menudo insignificantes, que era preferible no consentir.

Ignacio Echevarría

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