Piedras en la maquinaria: el extraño caso de Edward Gorey
El caso de Edward Gorey es decididamente único. Su presencia en el mercado americano sólo puede tener cierto paralelismo con la de otro francotirador del humor macabro como era Charles Addams, el creador de la familia Addams, con sus chistes sobre suicidas, asesinatos y monstruos para la revista The New Yorker. Sin embargo, mientras Addams tendía —consciente o inconscientemente— a limar las aristas de su obra mediante un estilo de cartoon decididamente cálido y la utilización de referentes cercanos plenamente asumidos por el acervo popular (vampiros, yetis, monstruos de Frankenstein, gangsters, maridos hartos de aguantar a la suegra, marcianos, etc.), Gorey se regodeaba en una absoluta ausencia de concesiones, desarrollando un grafismo decididamente complejo y sofisticado, en el que igual colaba referencias a Durero que citaba a Hokusai, y enfrentándose a la brutalidad sin coartadas de ningún tipo. Lógicamente, el público general va a estar siempre mucho más dispuesto a aceptar un chiste macabro protagonizado por un monstruo clásico o un gangster —iconos de ficción al fin y al cabo—, que un verso humorístico sobre las andanzas de un violador de niños. Como bien apuntaba Ernesto Martínez en el número 24 de la revistaU (junio 2002), «tras la aparente ligereza y humor negro con que escribe sus versos, de alguna manera se reconocen conductas y personajes que preferimos etiquetar como ficción, aunque no estemos del todo convencidos [...] En más de una ocasión el autor declaró su afición por los sucesos periodísticos de tipo criminal*, y en muchos momentos ésa es la sensación: la de informarse de un acto atroz, de manera asépticamente descriptiva, sin que se alcance a comprender las causas reales del crimen, y eso asusta». Edward Gorey era, pues, no sólo un artista al que no le preocupaba parecer accesible sino también un escritor como mínimo incómodo. De no haber sido por un cúmulo de afortunadas circunstancias y de su inquebrantable voluntad, perfectamente podría haber acabado condenado al ostracismo como un Henry Darger cualquiera.
(Leer artículo: Cultura impopular)
El caso de Edward Gorey es decididamente único. Su presencia en el mercado americano sólo puede tener cierto paralelismo con la de otro francotirador del humor macabro como era Charles Addams, el creador de la familia Addams, con sus chistes sobre suicidas, asesinatos y monstruos para la revista The New Yorker. Sin embargo, mientras Addams tendía —consciente o inconscientemente— a limar las aristas de su obra mediante un estilo de cartoon decididamente cálido y la utilización de referentes cercanos plenamente asumidos por el acervo popular (vampiros, yetis, monstruos de Frankenstein, gangsters, maridos hartos de aguantar a la suegra, marcianos, etc.), Gorey se regodeaba en una absoluta ausencia de concesiones, desarrollando un grafismo decididamente complejo y sofisticado, en el que igual colaba referencias a Durero que citaba a Hokusai, y enfrentándose a la brutalidad sin coartadas de ningún tipo. Lógicamente, el público general va a estar siempre mucho más dispuesto a aceptar un chiste macabro protagonizado por un monstruo clásico o un gangster —iconos de ficción al fin y al cabo—, que un verso humorístico sobre las andanzas de un violador de niños. Como bien apuntaba Ernesto Martínez en el número 24 de la revistaU (junio 2002), «tras la aparente ligereza y humor negro con que escribe sus versos, de alguna manera se reconocen conductas y personajes que preferimos etiquetar como ficción, aunque no estemos del todo convencidos [...] En más de una ocasión el autor declaró su afición por los sucesos periodísticos de tipo criminal*, y en muchos momentos ésa es la sensación: la de informarse de un acto atroz, de manera asépticamente descriptiva, sin que se alcance a comprender las causas reales del crimen, y eso asusta». Edward Gorey era, pues, no sólo un artista al que no le preocupaba parecer accesible sino también un escritor como mínimo incómodo. De no haber sido por un cúmulo de afortunadas circunstancias y de su inquebrantable voluntad, perfectamente podría haber acabado condenado al ostracismo como un Henry Darger cualquiera.
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