No conocí personalmente a Gabriel García Márquez. Nunca le llamé Gabo ni hoy puedo contar anécdotas que certifiquen nuestra familiaridad, nuestra relación entrañable, su calidad humana y literaria. Estoy en la misma posición que cualquiera de ustedes: soy una lectora que va a echar de menos a uno de los escritores fundamentales de la segunda mitad siglo XX. No conocí a García Márquez ni pude llamarlo Gabo –ni mucho menos Gabito- y, pese a todo, el colombiano es de esos autores que sí me habría gustado conocer en persona. Tomar con él un cafetito o un ron o cualquier cosa que a él le agradara. No suelo experimentar este tipo de deseos muy a menudo. No soy mitómana y algunos escritores a quienes admiro desde un punto de vista literario me producen cierta aprensión humana. A veces es mejor evitar desilusionarse.
Pero a García Márquez sí me habría gustado estrecharle la mano. Hablar con él de política y literatura, de la realidad y sus ficciones, de los hilos que conectan lo uno con lo otro. De lo que él se propuso hacer. Me lo imagino casi siempre en posiciones intensas y alegres: inhalando el aroma de una cala rojísima, besando el pico de un colorido guacamayo, pulsando con fuerza e ímpetu las teclas de su máquina de escribir en su ejercicio del periodismo, bailando un vals, fumándose un aromático puro, haciéndole la corte con gran entrega dramática a una muchacha, luciendo una guayabera de un blanco nuclear, discutiendo apasionadamente o escribiendo a la vez con pausa y prisa una colección de excelentes novelas.
La luz y los epígonos
Los escritores fundamentales de cualquier periodo suelen serlo para bien y para mal. La sombra de García Márquez es alargada y se proyecta sobre un amaneramiento en la escritura y una sobrevaloración de lo maravilloso que llevó la mano o poseyó, como un súcubo travieso, a escritores y escritoras carentes de la originalidad y la fuerza cosmovisionaria del Nobel colombiano.
Epígonos que, llenos de admiración y buenas intenciones, se intentaron apropiar de una mirada y un lenguaje que no eran suyos, y se los colocaron encima como aquella princesa que se cubrió con la piel de un asno: la diferencia es que la princesa del cuento quería esconderse mientras los epígonos de García Márquez usan un vestido de mal corte para hacer ostentación de su vacío. Los epígonos escribieron adornos y sonsonetes; escribieron de fantasmas familiares y de la superposición de los distintos estratos del tiempo, y lo hicieron de un modo rutinario porque hay escrituras tan singulares y primigenias que cualquier imitación es mala.
En ese sentido, García Márquez ha hecho tanto daño a la literatura universal como Salinger: desde la publicación de El guardián entre centeno, ciertos autores confundieron la figura del escritor, del narrador y del personaje, y se pusieron a escribir siguiendo aparentemente la estela de Holden Caulfield.
Confundieron la sencillez con la tontería. La incomunicación y el sentimiento de pérdida con las rutinas metafóricas. O con la vulgaridad. Somos humanos: la excusa de esas repeticiones –no se puede reducir la intrepidez a muletilla- tiene que ver con el deslumbramiento. Porque era mucha la luz de los textos de García Márquez y es muy posible que sean sus epígonos quienes más se acuerden de él.
El ‘best seller’ de calidad
Hay otro aspecto en el que creo que García Márquez y sus libros nos han hecho mucho bien y mucho daño. El éxito del autor de Cien años de soledad modifica el significado de la figura del escritor y de su reconocimiento social, e inaugura un concepto que altera los cánones literarios: el best seller de calidad.
Se subraya la idea de que la calidad y la venta masiva no son términos antagónicos y de que no siempre las moscas vuelan hacia la caca: a veces mueren atraídas por la miel. Hablo del bien y del daño porque creo que es bueno que la gente lea. Pero no cualquier cosa: cartones de los corn-flakes, revistas del corazón, sagas crepusculares. Conviene leer selectivamente. Con el impulso de aprender mientras uno se ríe o se desasosiega, se emociona o sufre.
Leer por debajo de las alfombras y de lo obvio poniendo en su lectura lo mejor y lo peor de sí mismo… A la vez, sospecho que el éxito comercial genera un tipo de lógica megalómana y cuantitativa que interfiere en el juicio estético, lo populariza demagógicamente y dificulta el emprendimiento de ciertas aventuras. El acto de leer se convierte en una actividad que fundamenta su prestigio en la moda, en la publicidad, en la convicción de que la cultura viste y de que ciertas temporadas unas prendas se llevan más que otras: prêt-à-porter de realismo mágico –no confundir con lo real maravilloso-, las it girls del chick-lit, novela negra y gabardina para el invierno nórdico...
Tal vez ese estado de cosas no es responsabilidad de los García Márquez del mundo, sino un modelo de industria cultural que ha hecho del espectáculo su exclusiva razón de ser.
La muerte anunciada
La familia del escritor anunciaba la debilidad de su salud. La inminencia de la muerte. El fin. Una de las novelas que más me sobrecogen de García Márquez es Crónica de una muerte anunciada. En ella el autor revela un inmenso talento para la narración apretando la exuberancia dentro del mecanismo de un reloj suizo.
Los lectores leen el texto con la esperanza ingenua de que el autor se atreva a hacer trampas. El lector lee con la incredulidad de que Santiago Nasar pueda morir, pese a la advertencia del título, y recorre dolorosamente las estaciones del asesinato de Santiago como un paso procesional: recorre todo lo que pudo haber sido y no fue.
Si el lector es inteligente, corroborará que la xenofobia y la diferencia de clases son más poderosas que la fatalidad o el estupro. Que la responsabilidad de muchas muertes violentas es coral: los matarifes son a su manera víctimas, los chivos expiatorios de una irrefrenable ansia comunitaria.
Cuando la familia del escritor sale a la palestra para que la muerte de Gabo no le pille a nadie desprevenido, volvemos a ser ese lector que confía en los milagros y necesita que le hagan la trampa, el truco de magia: el lector que necesita que le saquen la moneda de detrás de la oreja. Pero ya sabemos que los milagros no existen y que los magos –sobre todo los prestidigitadores del lenguaje, los que hacen salir elefantes de la bañera y le dan tres vueltas de tuerca al mismo final espectacular- son una pandilla de embaucadores. También sabemos que Gabriel García Márquez no es un escritor de esa especie.
La realidad poliédrica
Aunque a veces pienso que no hay más allá de la sociología de la literatura, me imagino la cabeza de Gabriel García Márquez esculpida en piedra con rayos que le salen de la frente. Como un Zeus olímpico con mucha imaginación y un gran sentido del humor. Tonante y selvático. Cosmogónico.
El escritor construye una realidad compuesta de vivos y muertos, relatos y hechos inamovibles, rumores y certezas, folletines y actas notariales, paisajes evocados y enmascarados por nombres que al mismo tiempo existen y no existen, explotados y explotadores, mujeres y hombres que empiezan a copular casi desde el mismo momento en que se miran a los ojos: Aurelianos y José Arcadios, en conocimiento bíblico, incestuoso y endogámico, copulan con Amarantas, Úrsulas, con Remedios la Bella y con esa Rebeca que se come la tierra y la cal de las paredes y, con el ruido de su masticación, nos trae a la memoria a la Blimunda del Memorial del convento de Saramago quien, a su modo, fue practicante de un realismo ibérico-mágico…
Los libros de García Márquez recogen el magisterio de William Faulkner: la cartografía de un espacio mítico –Yoknapatawpha o Macondo- y una lengua que es capaz de revelar simultáneamente el fuera y el dentro de los personajes. García Márquez escribe con una lengua precisa, autóctona y universal, antiquísima y ultramoderna, que se mezcla extrañamente para enfocar lo real con una luz nunca imaginada. Trescientos cincuenta vatios de potencia.
Con sus novelas el Nobel colombiano coloniza un territorio que conoce bien y lo refunda para descubrirlo y transformarlo. Construye una realidad poliédrica que, no obstante, está recorrida por la indeleble conciencia de la Historia y de todas las historias que la van tejiendo. También de las historias de amor más sobresalientes: como el triángulo entre Fermina Daza, Juvenal Urbino y Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera.
Muchas son las novelas de García Márquez: La hojarasca, El coronel no tiene quien lo escriba, El general en su laberinto... Tal vez hoy sea un buen momento de recuperar alguna. Leyendo Cien años de soledad, no se sabe si Aureliano es uno y trino, o una sucesión de Aurelianos que se descomponen y se reafirman dentro de un reflejo. La identidad de la saga o la saga de la identidad.
La descomposición de los límites entre el yo y el nosotros, lo que se recuerda y se vive, el individuo y la comunidad, el paisaje y el país. Todo eso está en la literatura de Gabriel García Márquez. Aunque Dios no exista, pueden servirnos las supersticiones, una especie de fe en la cultura o en la energía que no se destruye y solo se transforma: tal vez leer un libro de Gabriel García Márquez hoy funcione como un conjuro capaz de devolvérnoslo.
EL CONFIDENCIAL 17/04/2014
Etiquetas: Moleskine
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