Digámoslo desde el principio: aunque se ha parapetado tras el efectivo disfraz literario de Benjamin Black, no sólo para duplicar la B de su apellido sino para adentrarse en terreno policial guiado por la lectura de los romans durs de Georges Simenon –según él mismo admite–, John Banville no se puede deshacer del cuerpo del delito: su escritura, una de las cimas más sobresalientes de la narrativa contemporánea en lengua inglesa, siempre acabará por delatarlo. Si bien hay notorias diferencias entre una y otra cara de la moneda –“Tus libros piensan; los míos observan y reportan”, dice Black a Banville durante una entrevista conducida por el desdoblamiento–, lo cierto es que las huellas dactilares del gran estilista irlandés, esas que lo llevaron a alzarse con el Man Booker Prize en 2005, son claramente visibles en Christine Falls (2006), The Silver Swan (2007) y The Lemur (2008), las tres novelas que Black ha firmado a la fecha y en las que Banville (Wexford, 1945) prolonga la “vieja ansiedad por penetrar en la esencia de las cosas, por ahondar en la oscuridad de lo [que permanece] oculto, por saber”, ya que “algo en él [anhela] las sombras que acechan en las profundidades”, ahí donde “el mundo no es lo que parece”. Esta ansiedad y este anhelo son atribuidos a Quirke, el patólogo forense cuya incurable curiosidad activa los mecanismos de Christine Falls y The Silver Swan y cuyo apellido carga con una condena de rareza (quirk significa “raro”; el nombre propio se extravió entre las nubes de amargura y pesadumbre que se ciernen sobre el personaje). Devoto del alcohol al que intenta renunciar en vano, dueño de una infancia vivida o más bien padecida en un orfanato católico llamado la Escuela Industrial de Carricklea –“En el orbe de Black los niños figuran sólo como víctimas, marginados, peones en un atroz juego de poder”, señala Banville–, viudo de una mujer oriunda de Boston (Delia Crawford) que falleció al dar a luz a una hija (Phoebe) que se niega a reconocerlo como padre, Quirke es el héroe trágico por antonomasia: un heredero taciturno de la estirpe detectivesca que debe lidiar con “la suciedad de los otros” menos por accidente que por un declarado hechizo ante “el mudo misterio de los muertos. Cada cuerpo encerraba un secreto único –la causa precisa de defunción– que era su trabajo revelar. Para él, la chispa de la muerte era tan fundamental como la chispa de la vida”.
Los cadáveres de dos mujeres (Christine Falls y Deirdre Hunt alias Laura Swan) son los detonadores del díptico que Quirke ha protagonizado hasta ahora, y que sirve a Banville para viajar al Dublín de los años cincuenta –aquel que recorrió en su niñez– y emprender la reconstrucción de una época que Black califica de “excepcional, tanto en Irlanda como en Estados Unidos: paranoica, culposa, acicateada por el miedo y el odio, sacudida aún por los efectos secundarios de la guerra. Una época ideal para una novela si uno se inclina por una visión sombría del ser humano”. Sombrío, sin duda, es el arcón de secretos familiares que Quirke y John Glass –el ex periodista que sigue sus pasos en la Nueva York contemporánea de The Lemur– abren para toparse con una versión inédita de la caja de Pandora de la que cada personaje, por turbio y secundario que sea, emerge para recibir el tratamiento de un invitado de honor. Basta una de las varias descripciones de Leslie White, el casanova morfinómano que ocupa el centro de la madeja urdida en The Silver Swan, para dar una noción del nivel de una prosa que saca lustre a cualquier detalle en que se detiene: “Largo y desgarbado, de pies planos y andar encorvado y sinuoso, las manos pálidas y estiradas meciéndose al final de los brazos como si estuvieran unidas a las muñecas no por el hueso sino por la sola piel. Un hombre hueco: de ser golpeado emitiría apenas un ruido chato, sordo.” Rodeado de este fascinante tipo de criaturas, localizadas lo mismo en el seno de su parentela adoptiva (los Griffin) que en el Dublín profundo, Quirke desplaza su mole de bestia herida a través de una atmósfera conquistada por “la niebla, el hollín, los efluvios de whisky y el humo rancio de cigarro”, según el propio Banville/Black. Esa atmósfera mantiene intacta su melancolía, sea bajo la nieve de invierno o en pleno esplendor del verano, y se presta para enmarcar tramas ligadas al tráfico de bebés (Christine Falls) y al chantaje sexual (The Silver Swan), cargadas de una pólvora sutil dirigida contra algunas fachadas del catolicismo y resueltas con la minuciosidad de la araña abstraída en su tela durante una tarde de lluvia en Irlanda. En la tela quedan atrapados nombres como Maisie y Philomena que se repiten, aplicados a distintas mujeres, para enlazar más estrechamente el díptico de Quirke.
Los esqueletos escondidos en el clóset familiar constituyen uno de los hilos que vinculan las tres novelas de Banville/Black; otro es la extorsión. Si en Christine Falls el chofer que adopta a la hija de la difunta que bautiza el libro planea vender caro su silencio al empresario bostoniano involucrado en el tráfico infantil, y si en The Silver Swan las fotografías de mujeres en poses eróticas son el arma que se vuelve letalmente contra el curandero espiritual que las tomó, en The Lemur el protagonista (John Glass, irlandés transterrado en Nueva York) se ve envuelto en una red que empieza a tejer el investigador que él mismo contrató como asistente: un joven experto en informática que descubre un secreto incómodo por el que exige la mitad de la suma que Glass obtendrá por escribir la biografía de su suegro, Big Bill Mulholland, un ex agente de la cia convertido en magnate. (En este último hay ecos evidentes de Josh Crawford y el juez Garret Griffin, las figuras que manejan el atroz juego de poder de Christine Falls.) Fieles a la idea de Quirke, para quien “lo siniestro [tiene] que ver no con los muertos sino con los vivos”, las tres novelas de Banville/Black retratan un mundo regido por una amoralidad en la que podría respirar a sus anchas Tom Ripley, el gran antihéroe de Patricia Highsmith, y que parece haber sido diseñada irónicamente para proteger los lazos consanguíneos. Esos lazos, no obstante, acaban por corromperse sin remedio: las familias de Quirke y Glass no se reponen del caos desatado por la caja de Pandora que ambos destapan. “A lo largo de mi vida he abierto un sinfín de cadáveres pero nunca he hallado el sitio donde podría estar el alma”, confiesa el patólogo detective en Christine Falls. Por supuesto que no: el hallazgo corresponde a John Banville, que en un curioso caso de escisión literaria cede la estafeta a Benjamin Black para guiarnos al lugar donde el alma brilla como una joya. Oscura tal vez, sí, pero joya al fin y al cabo."
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