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BOCAS DEL TIEMPO, DE EDUARDO GALEANO


La fruta prohibida

Dámaso Rodríguez tenía vacas, pero no tenía pasto. Las vacas andaban por todas partes,
deambulaban por aquí, por allá; y al menor descuido del dueño, se metían en el pueblo de Ureña
y rumbeaban al parque de su tentación.
Ellas iban derechito al gran mangal del parque. Allí estaban las matas hinchadas,
rebosantes, y había una alfombra de mangos regados por los suelos.
Los policías interrumpían el banquete. Arreaban las vacas a palos y las encerraban en los
calabozos.
Dámaso pasaba horas en la comisaría, soportaba el plantón y el sermón, hasta que por fin
pagaba la multa y liberaba sus vacas.
Aura, la hija, lo acompañaba a veces. Volvía lagrimeando, mientras el padre le explicaba
que la autoridad sabía lo que hacía. Aunque los mangos fueran muchos, y se secaran tirados por
ahí, los animales no merecían semejante sabrosura. Las vacas no eran dignas de ese dorado
manjar de jugo espeso, reservado a los hombres para consuelo del vivir. , ,
–No llore, hijita. La autoridá es autoridá, las vacas son vacas y los hombres somos hombres
–decía Dámaso.
Y Aura, que no era autoridá, ni vaca, ni hombre, le apretaba la mano.

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