Relato ganador del primer premio en la
edición 2014 del Certamen de Narrativa Breve
8 de Marzo "La Salud y el Bienestar de las Mujeres" del
Ayuntamiento de Valencia.
EL CUECELECHES
Cada mañana, de su
furgoneta de reparto un sonriente lechero bajaba un cántaro de leche recién
ordeñada que subía hasta nuestro piso y
la medía por cuartos en el descansillo. Al marchar dejaba un olor a vaca que
nos sugería una forma de vida exótica, pues mi hermana y yo no teníamos más
contacto con la vida rural que los prados colindantes de los que traíamos las
rodillas tatuadas de verde cuando jugábamos en ellos. Los prados rodeaban por
tres partes nuestra vieja y solitaria casa. Solo teníamos un vecino abajo, un
señor de unos treinta años que quería
aparentar ser simpático pero cuya mirada rápida y huidiza no nos gustaba. Por
delante de la casa una carretera conectaba la ciudad con nuestro
extrarradio y los pueblos limítrofes y a continuación había otra gran parcela por
la que se escondía el sol al atardecer. Eran prados urbanos, sin animales. Solo
había en ellos insectos que, años más tarde, mi hermana y yo atraparíamos con
un cazamariposas para meterlos en formol,
insertarlos en finas agujas y exhibirlos en cajas de tapa de cristal en los
estantes de la vitrina del salón.
Una vez que mi madre
cerraba la puerta al lechero pasábamos por debajo de la cortina de terciopelo que
separaba el vestíbulo del pasillo y nos adentrábamos en ese túnel con forma de
U mayúscula que por el día, iluminado por la luz de las habitaciones, era
agradable con su papel pintado de color verde y los cuadros que adornaban sus
paredes, pero que a la luz artificial se convertía en un trozo del laberinto
del Minotauro. Nuestra pequeña comitiva avanzaba hasta la cocina. Allí nuestra
madre encendía el fuego de gas y colocaba “el cueceleches” sobre él. Ese
hervidor azul con su chimenea central nos fascinaba. Mi hermana y yo mirábamos
extasiadas cómo un chorro blanco
comenzaba a brotar por el cilindro, al principio de forma tímida, apenas
lo justo para ir sobrepasando el borde de la chimenea y resbalar por su parte
externa y luego con fuerza, como una fuente de líquido espumoso que iba
cambiando de sonido hasta que su mutismo nos indicaba que era el momento de apagar
el fuego. Así, cada mañana, a eso de las once, acabábamos con las mejillas ligeramente
sonrojadas por el calor de la cocina y los ojillos brillantes. Procurábamos
demorarnos por la cocina y aprovechar
los ires y venires de nuestra madre para birlarle algún dulce o poner en alto
el bote de leche condensada y dejar que un chorro dulce y denso cayera sobre
nuestras bocas glotonamente abiertas. Luego salíamos riendo felices, viviendo
el presente sin recordarnos protagonistas de otros momentos en los que en la
oscuridad del pasillo habíamos sentido un soplo en nuestros cuellos, un empujón
en nuestro cuerpo, un susurro cercano, un olor diferente o golpes en las paredes.
Sin recordar cómo nuestros músculos se encogían y no éramos capaces ni de
chillar. En cuanto podíamos salíamos disparadas hacia nuestra habitación,
cerrábamos la puerta, nos escondíamos bajo la colcha y nos abrazábamos a
nuestra manera. Luego juntábamos nuestras cabezas hasta conseguir el valor
suficiente para volver a salir. Muchas veces era nuestra madre la que se daba
cuenta de que algo ocurría y venía a buscarnos a la habitación. Se sentaba en
la cama a nuestro lado, abrazaba nuestro cuerpo, acariciaba nuestros rizos
negros, nos daba un beso, nos cogía de la mano y nos llevaba pasillo adelante
hasta el comedor.
Nuestro padre no solía
cenar con nosotras, al salir del trabajo se quedaba en el bar. Siempre supimos
que era para no vernos, aunque también pensábamos que, a su manera, nos quería
pero que sentía vergüenza de nosotras y que por eso nos mantenía tan
alejadas de todo, hasta de la
escuela. No echábamos de menos estar con
otros niños, sobre todo cuando hacía buen tiempo y salíamos a correr por los
prados con el cazamariposas. La colección de insectos fue creciendo año tras
año, a la par que nuestro miedo a recorrer el pasillo se transformaba en
curiosidad. ¿Notaremos algo? Y si así era, nos esforzábamos por tomar fiel
registro para luego comentarlo entre nosotras. Sí, estábamos cambiando mucho.
Un día nos dimos cuenta de que nos gustaban los chicos, los de la televisión, porque
seguíamos sin ver a ninguno real hasta que una mañana, sobre las once, al oír
el timbre salimos con el hervidor y
vimos detrás del lechero a un muchacho de nuestra edad, su hijo. Su padre quiso
presentarnos: “Julián, estas son Carmen y Yolanda”. Entonces avanzó un par de
pasos y mirando hacia el suelo, temblando, nos tendió una mano. No quisimos prolongar su
malestar. Dejamos el cueceleches en el suelo y nos fuimos llorando por el
pasillo. Esa vez no nos preocupamos de si había, o no, fantasmas. Nos dimos
cuenta cabal de que el tema de los amoríos no era para nosotras. Quizás para
compensarlo comíamos muchos dulces y aprendimos a hacer polos en el congelador.
Nos enseñó Paloma, la chica que venía a darnos clase. Antes, cuando éramos más pequeñas
nuestra madre nos daba lecciones y cuando supimos tanto como ella, cuando los
libros que nos compraba papá dejaron de ser suficientes mamá se propuso convencer
a esa chica para que viniera a casa. Había acabado Magisterio por ciencias,
pero nuestra colección de bichos creo que le revolvió el estómago solo un poco
menos que el vernos por primera vez. Porque hay que entender que para la gente
éramos raras y, además, Paloma estaba embarazada. Al principio tomaba
talidomida para evitar las náuseas, pasaba por el pasillo mirando hacia los
lados, aunque nunca nos comentó nada, y notábamos que le costaba parecer
natural. Pero no tardó en acostumbrarse a los soplos, empujones, susurros,
olores y golpes extraños y a ser presa de nuestros encantos: éramos unas
alumnas excelentes. Por eso le preguntó a mamá si cuando diera a luz podría traer a casa al bebé ya que pasaba aquí
una gran parte del día. Nosotras nos entusiasmamos y mi madre estuvo de
acuerdo. Lo que no sabíamos entonces es que nuestro nuevo contertulio, Alvarito,
también iba a ser peculiar: A él le faltaría un bracito. Colgando de su hombro
derecho solo había un muñón con cuatro deditos.
Quizás en otro ambiente
eso hubiera sido una tragedia, pero en nuestra casa el bebé correteaba con el
tacatá por el pasillo lo que debió de espantar a los fantasmas, pues no
volvimos a sentir nada hasta unos años después. Mi hermana y yo le llenábamos
de mimos hasta que Paloma nos llamaba al orden y entonces nuestra madre se
encargaba del niño quien, cuando fue ya
más mayor, también se aficionó a mirar
cómo hervía la leche en el cueceleches y a birlar dulces en la cocina. Por aquella época, nuestra madre se empezó a
teñir el pelo, a usar gafas para coser y
ya no tenía el humor de antes. Papá seguía parando por casa solo a dormir y
trabajaba hasta los fines de semana. Nos parecía que estaba cada vez más flaco.
Cuando cumplimos dieciséis años nos regaló dos colgantes de resina. Yo todavía
lo llevo puesto. Fue su último regalo. No notamos nada su ausencia. Al menos,
no para mal. Nos quedó una pensión suficiente, además de la que ya teníamos
nosotras, y nuestra madre contrató pintores, compró muebles nuevos y dijo que
ya estaba bien de que estuviéramos encerradas, que éramos distintas, sí, pero
con tanto derecho a disfrutar de la vida como los demás. ¡Y que el que no
quisiera ver, que no mirara! Así que un día llamó a un taxi y nos llevó hasta la Catedral. Ya nos
había prevenido que nos señalarían con el dedo. No se equivocó. No nos importó.
Estábamos mareadas, pero felices, de ver tanta gente desembocando en aquella
plaza para admirar las piedras milenarias. La sensación de adentrarnos en un
lugar tan grande, tan fresco, tan majestuoso, con una luz tan increíble nos
hizo impermeables a todo lo demás y despertó en nosotras el ansia por estudiar
historia y arte. Como nuestro caso era tan especial, el rector de la Universidad consintió
hacernos un examen de acceso y así fue como comenzó nuestra etapa
universitaria, rodeadas de compañeros para quienes éramos sencillamente Carmen
y Yolanda. Hubo momentos muy salados, otros desdichados, sobre todo porque no
nos gustaba el mismo tipo de chico y eso era algo en lo que teníamos que coincidir.
Afortunadamente nos presentaron a un moreno apuesto, rizoso y bigotudo,
estudiante vago y risueño que tocaba la guitarra y recitaba poemas, que nos hechizó en cuanto le vimos y al que le pareció muy exótico ser nuestro
novio. Él nos ayudó a manejar nuestra peculiar sexualidad.
Acabamos la carrera y
encontramos trabajo tasando antigüedades. Solo nos querían pagar un sueldo para
las dos y nosotras decíamos que si estaban contratando a nuestro cuerpo o a
nuestras mentes. Al final lo resolvimos con salario y medio. Nos convertimos en
unas personas muy populares y queridas porque hicimos la primera asociación de
minusválidos físicos y síquicos de nuestra ciudad y todo parecía ir bien hasta
que un pequeño rectángulo de tierra fue atrayendo hacia sí a nuestra madre.
Poco a poco sintió que la vida ya no le interesaba como antes, que ya había
cumplido su tarea, que nosotras nos las arreglábamos bien solas y, tranquila porque
siempre nos tendríamos la una a la otra, decidió investigar lo que hay más allá
de la vida. Una tarde, al volver de trabajar, nos la encontramos sentada en la
terraza del salón, mirando hacia el Oeste. Pero no se fue del todo. De vez en
cuando da tres golpes en la pared del pasillo. Es la señal que habíamos
convenido cuando nos confesó que, en la época en que éramos pequeñas, ella
también sentía los soplos, empujones, susurros, olores y golpetazos. Lo hace,
sobre todo, cuando vienen a casa Paloma o su hijo, para saludarles.
Carmen Salgado Romera –Mara-