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Relato ganador del primer premio en la edición 2014 del Certamen de Narrativa Breve  8 de Marzo "La Salud y el Bienestar de las Mujeres" del Ayuntamiento de Valencia.

 
 
EL CUECELECHES

 

Cada mañana, de su furgoneta de reparto un sonriente lechero bajaba un cántaro de leche recién ordeñada  que subía hasta nuestro piso y la medía por cuartos en el descansillo. Al marchar dejaba un olor a vaca que nos sugería una forma de vida exótica, pues mi hermana y yo no teníamos más contacto con la vida rural que los prados colindantes de los que traíamos las rodillas tatuadas de verde cuando jugábamos en ellos. Los prados rodeaban por tres partes nuestra vieja y solitaria casa. Solo teníamos un vecino abajo, un señor de  unos treinta años que quería aparentar ser simpático pero cuya mirada rápida y huidiza no nos gustaba. Por delante  de la casa  una carretera conectaba la ciudad con nuestro extrarradio y los pueblos limítrofes y a continuación había otra gran parcela por la que se escondía el sol al atardecer. Eran prados urbanos, sin animales. Solo había en ellos insectos que, años más tarde, mi hermana y yo atraparíamos con un cazamariposas  para meterlos en formol, insertarlos en finas agujas y exhibirlos en cajas de tapa de cristal en los estantes de la vitrina del salón.

Una vez que mi madre cerraba la puerta al lechero pasábamos por debajo de la cortina de terciopelo que separaba el vestíbulo del pasillo y nos adentrábamos en ese túnel con forma de U mayúscula que por el día, iluminado por la luz de las habitaciones, era agradable con su papel pintado de color verde y los cuadros que adornaban sus paredes, pero que a la luz artificial se convertía en un trozo del laberinto del Minotauro. Nuestra pequeña comitiva avanzaba hasta la cocina. Allí nuestra madre encendía el fuego de gas y colocaba “el cueceleches” sobre él. Ese hervidor azul con su chimenea central nos fascinaba. Mi hermana y yo mirábamos extasiadas cómo un chorro blanco  comenzaba a brotar por el cilindro, al principio de forma tímida, apenas lo justo para ir sobrepasando el borde de la chimenea y resbalar por su parte externa y luego con fuerza, como una fuente de líquido espumoso que iba cambiando de sonido hasta que su mutismo nos indicaba que era el momento de apagar el fuego. Así, cada mañana, a eso de las once,  acabábamos con las mejillas ligeramente sonrojadas por el calor de la cocina y los ojillos brillantes. Procurábamos demorarnos por la cocina y  aprovechar los ires y venires de nuestra madre para birlarle algún dulce o poner en alto el bote de leche condensada y dejar que un chorro dulce y denso cayera sobre nuestras bocas glotonamente abiertas. Luego salíamos riendo felices, viviendo el presente sin recordarnos protagonistas de otros momentos en los que en la oscuridad del pasillo habíamos sentido un soplo en nuestros cuellos, un empujón en nuestro cuerpo, un susurro cercano, un olor diferente o golpes en las paredes. Sin recordar cómo nuestros músculos se encogían y no éramos capaces ni de chillar. En cuanto podíamos salíamos disparadas hacia nuestra habitación, cerrábamos la puerta, nos escondíamos bajo la colcha y nos abrazábamos a nuestra manera. Luego juntábamos nuestras cabezas hasta conseguir el valor suficiente para volver a salir. Muchas veces era nuestra madre la que se daba cuenta de que algo ocurría y venía a buscarnos a la habitación. Se sentaba en la cama a nuestro lado, abrazaba nuestro cuerpo, acariciaba nuestros rizos negros, nos daba un beso, nos cogía de la mano y nos llevaba pasillo adelante hasta el comedor.

Nuestro padre no solía cenar con nosotras, al salir del trabajo se quedaba en el bar. Siempre supimos que era para no vernos, aunque también pensábamos que, a su manera, nos quería pero que sentía vergüenza de nosotras y que por eso nos mantenía tan alejadas  de todo, hasta de la escuela.  No echábamos de menos estar con otros niños, sobre todo cuando hacía buen tiempo y salíamos a correr por los prados con el cazamariposas. La colección de insectos fue creciendo año tras año, a la par que nuestro miedo a recorrer el pasillo se transformaba en curiosidad. ¿Notaremos algo? Y si así era, nos esforzábamos por tomar fiel registro para luego comentarlo entre nosotras. Sí, estábamos cambiando mucho. Un día nos dimos cuenta de que nos gustaban los chicos, los de la televisión, porque seguíamos sin ver a ninguno real hasta que una mañana, sobre las once, al oír el timbre salimos con el hervidor  y vimos detrás del lechero a un muchacho de nuestra edad, su hijo. Su padre quiso presentarnos: “Julián, estas son Carmen y Yolanda”. Entonces avanzó un par de pasos y mirando hacia el suelo, temblando,  nos tendió una mano. No quisimos prolongar su malestar. Dejamos el cueceleches en el suelo y nos fuimos llorando por el pasillo. Esa vez no nos preocupamos de si había, o no, fantasmas. Nos dimos cuenta cabal de que el tema de los amoríos no era para nosotras. Quizás para compensarlo comíamos muchos dulces y aprendimos a hacer polos en el congelador. Nos enseñó Paloma, la chica que venía a darnos clase. Antes, cuando éramos más pequeñas nuestra madre nos daba lecciones y cuando supimos tanto como ella, cuando los libros que nos compraba papá dejaron de ser suficientes mamá se propuso convencer a esa chica para que viniera a casa. Había acabado Magisterio por ciencias, pero nuestra colección de bichos creo que le revolvió el estómago solo un poco menos que el vernos por primera vez. Porque hay que entender que para la gente éramos raras y, además, Paloma estaba embarazada. Al principio tomaba talidomida para evitar las náuseas, pasaba por el pasillo mirando hacia los lados, aunque nunca nos comentó nada, y notábamos que le costaba parecer natural. Pero no tardó en acostumbrarse a los soplos, empujones, susurros, olores y golpes extraños y a ser presa de nuestros encantos: éramos unas alumnas excelentes. Por eso le preguntó a mamá si cuando diera a luz  podría traer a casa al bebé ya que pasaba aquí una gran parte del día. Nosotras nos entusiasmamos y mi madre estuvo de acuerdo. Lo que no sabíamos entonces es que nuestro nuevo contertulio, Alvarito, también iba a ser peculiar: A él le faltaría un bracito. Colgando de su hombro derecho solo había un muñón con cuatro deditos.

Quizás en otro ambiente eso hubiera sido una tragedia, pero en nuestra casa el bebé correteaba con el tacatá por el pasillo lo que debió de espantar a los fantasmas, pues no volvimos a sentir nada hasta unos años después. Mi hermana y yo le llenábamos de mimos hasta que Paloma nos llamaba al orden y entonces nuestra madre se encargaba del niño  quien, cuando fue ya más mayor,  también se aficionó a mirar cómo hervía la leche en el cueceleches y a birlar dulces en la cocina.  Por aquella época, nuestra madre se empezó a teñir el pelo, a usar  gafas para coser y ya no tenía el humor de antes. Papá seguía parando por casa solo a dormir y trabajaba hasta los fines de semana. Nos parecía que estaba cada vez más flaco. Cuando cumplimos dieciséis años nos regaló dos colgantes de resina. Yo todavía lo llevo puesto. Fue su último regalo. No notamos nada su ausencia. Al menos, no para mal. Nos quedó una pensión suficiente, además de la que ya teníamos nosotras, y nuestra madre contrató pintores, compró muebles nuevos y dijo que ya estaba bien de que estuviéramos encerradas, que éramos distintas, sí, pero con tanto derecho a disfrutar de la vida como los demás. ¡Y que el que no quisiera ver, que no mirara! Así que un día llamó a un taxi y nos llevó hasta la Catedral. Ya nos había prevenido que nos señalarían con el dedo. No se equivocó. No nos importó. Estábamos mareadas, pero felices, de ver tanta gente desembocando en aquella plaza para admirar las piedras milenarias. La sensación de adentrarnos en un lugar tan grande, tan fresco, tan majestuoso, con una luz tan increíble nos hizo impermeables a todo lo demás y despertó en nosotras el ansia por estudiar historia y arte. Como nuestro caso era tan especial, el rector de la Universidad consintió hacernos un examen de acceso y así fue como comenzó nuestra etapa universitaria, rodeadas de compañeros para quienes éramos sencillamente Carmen y Yolanda. Hubo momentos muy salados, otros desdichados, sobre todo porque no nos gustaba el mismo tipo de chico y eso  era algo en lo que teníamos que coincidir. Afortunadamente nos presentaron a un moreno apuesto, rizoso y bigotudo, estudiante vago y risueño que tocaba la guitarra y recitaba poemas,  que nos hechizó en cuanto le vimos  y al que le pareció muy exótico ser nuestro novio. Él nos ayudó a manejar nuestra peculiar sexualidad.

Acabamos la carrera y encontramos trabajo tasando antigüedades. Solo nos querían pagar un sueldo para las dos y nosotras decíamos que si estaban contratando a nuestro cuerpo o a nuestras mentes. Al final lo resolvimos con salario y medio. Nos convertimos en unas personas muy populares y queridas porque hicimos la primera asociación de minusválidos físicos y síquicos de nuestra ciudad y todo parecía ir bien hasta que un pequeño rectángulo de tierra fue atrayendo hacia sí a nuestra madre. Poco a poco sintió que la vida ya no le interesaba como antes, que ya había cumplido su tarea, que nosotras nos las arreglábamos bien solas y, tranquila porque siempre nos tendríamos la una a la otra, decidió investigar lo que hay más allá de la vida. Una tarde, al volver de trabajar, nos la encontramos sentada en la terraza del salón, mirando hacia el Oeste. Pero no se fue del todo. De vez en cuando da tres golpes en la pared del pasillo. Es la señal que habíamos convenido cuando nos confesó que, en la época en que éramos pequeñas, ella también sentía los soplos, empujones, susurros, olores y golpetazos. Lo hace, sobre todo, cuando vienen a casa Paloma o su hijo, para saludarles.

 

Carmen Salgado Romera –Mara-

 


ENRIQUE ANDERSON IMBERT

 EL SUICIDA


Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su laxitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.
 
 
Enrique Anderson Imbert (Argentina, 1910-2000)
 

TOMÁS GONZÁLEZ; PRIMERO ESTABA EL MAR


Los días siguieron pasando desapacibles y lentos. De vez en cuando brillaba el sol sobre el mar y los árboles, y a J. se le calentaba un poco el corazón. Después empezaban otra vez los truenos, los profundos rugidos que volvían a traer la lluvia. Buscando compañía, J. había intentado continuar con el libro y apuntó en e´l varios hechos, minuciosamente escuetos como siempre: que el nuevo mayordomo se debía conservar mientras apareciera alguien mejor (Gilberto se había ido a trabajar con don Carlos y estaba contento); que ya estaba hasta la coronilla del invierno; que los aserraderos estaban funcionando mejor que nunca, pero no tanto como para pagarle a Ramiro lo que se le debía; que había venido Ramiro a cobrar los intereses de la deuda, demasiado acumulados, y que J. se lo sacó de encima como pudo; que don Eduardo "muy cansón con su Dios, pero alguien en quien en definitiva se podía confiar", le había traído cocos y piñas, y que un aserrador lo había aporreado malamente un árbol y se lo habían tenido que llevar para Turbo.


Tomás González, Medellín 1950.

Primero estaba el mar, Punto de Lectura

EL CUADERNO NECESITA SUSCRIPTORES


Muchos de vosotros ya conocéis El Cuaderno revista cultural que hemos venido disfrutando en los últimos años de forma gratuita. A continuación os dejamos la carta que los coordinadores de  la revista han hecho llegar a sus lectores planteando la situación actual de la publicación. Así mismo adjuntamos el boletín de suscripción por si a alguien le pudiera interesar.
 
 
Queridos amigos y amigas de El Cuaderno:

Dos años y medio y 56 números después, ha llegado el momento de plantearse definitivamente el futuro de la revista, pero esta vez con solo dos alternativas por delante: el cierre o la suscripción anual de sus lectores. De todos modos, nos gustaría decir algo antes. Si quieres ir al grano, puedes saltar desde el final de este párrafo hasta donde pone “Y ahí vamos”. Aunque preferiríamos que no.

Un poco de autobiografía

Como probablemente sabrás, El Cuaderno ha seguido un camino azaroso: empezamos como suplemento semanal (8 páginas) del diario La Voz de Asturias. Tras el cierre del mismo, y sin su soporte económico, decidimos proseguir como publicación independiente y gratuita tanto en digital como en papel, adaptando formato y periodicidad hasta llegar a la actual revista mensual de 32 páginas integrada como suplemento mensual de cultura del diario digital www.asturias24.es.

Durante estos dos años y medio, Ediciones Trea ha aportado el impulso y la mayor parte del capital que han sustentado un proyecto que no hubiera sido posible sin los muchísimos colaboradores con que ha contado El Cuaderno. No sólo han satisfecho con creces los objetivos de calidad conceptual y literaria, rigor, flexibilidad y atractivo que buscamos desde el primer número, sino que lo han hecho —desde los miembros del consejo editorial hasta el último firmante— con una generosidad abrumadora, sin cobrar ni un céntimo desde que, cerrado el diario La Voz de Asturias, les planteamos que su sola contraprestación sería la mera satisfacción de participar en el proyecto o de escribir y ver publicados sus textos con el mayor decoro y respeto de los que hemos sido capaces.

Contamos durante un tiempo con colaboración pública en concepto de publicidad de sus programaciones culturales institucionales, que decidimos resolver, no mediante la mecánica inserción de anuncios o publirreportajes, sino elaborando contenidos exclusivos y de calidad que rentabilizasen en términos de efectiva promoción de la cultura el dinero público que para ello llegó a nuestro proyecto. Estamos particularmente satisfechos del modo en que se plasmó esa colaboración que, lamentablemente, no se ha mantenido este año.

En los últimos meses, por tanto, hemos capeado la edición de El Cuaderno con recursos propios y minúsculas aportaciones publicitarias, pero en la pésima y larga coyuntura económica que soporta nuestro país, la editorial no puede permitirse ya seguir acumulando unas pérdidas que serían irresponsables desde el punto de vista empresarial e irrazonables desde el punto de vista del simple sentido común. Al fin y al cabo, estamos hablando de una revista cultural, nada menos. Pero nada más.

Por ello, hace un par de números nos vimos obligados a renunciar a esa gratuidad que mantuvimos mientras fue posible. El precio —3€ por ejemplar; 30€ para una suscripción de 12 números— ni siquiera estaba pensado para cubrir gastos; solo para hacer las pérdidas tolerables.

 

 

Ahí vamos

Desde el primer número, se nos ha hecho saber de mil maneras que El Cuaderno gusta a sus lectores. A algunos, incluso mucho. Ese sido un acicate de primer orden para nosotros, una aportación en energía intangible, pero efectiva, al proyecto. Por desgracia, ya no es suficiente con eso. Hace falta energía algo más cuantificable, contante y sonante.

Calculamos que nos bastaría con cubrir una campaña de suscripciones con unos 500 compromisos (30€ anuales como suscripción a 12 números; 60 € para suscripciones fuera de España) para seguir adelante. El problema es que tendría que ser ya.  Si a fecha del 31 de mayo no hemos reunido ese mínimo de suscripciones, El Cuaderno no podrá seguir adelante y su número 56 habrá sido nuestra despedida. No nos queda más remedio que dejar la pelota en el tejado del lector. No se trata de reclamar un esfuerzo que no tenemos derecho a pedir, sino de solicitar un compromiso activo para seguir haciendo juntos algo que merece la pena (si es que el 31 de mayo constatamos que merece la pena). Si finalmente no se cubre dicha expectativa, no se efectuará el cobro de las suscripciones tramitadas. Solamente se efectuará una vez confirmada la cifra que nos permita seguir adelante.

Si en esa fecha El Cuaderno sigue siendo posible, nosotros seguiremos exactamente igual que hasta ahora con todo el proceso de edición, difusión digital y distribución en papel. Tú, como lector, pondrías 30€ al año, es decir, 2,50€ al mes. La ganancia es El Cuaderno mismo, lo único que nos repartimos todos.

 

Juan Carlos Gea y Jaime Priede

Coordinadores de El Cuaderno.

 

 

 

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Deseo suscribirme a EL CUADERNO/EDICIONES TREA, S. L. por 12 números a partir del número ____ inclusive, por el precio de 30 €, gastos de envío incluidos (60 € si es fuera de España). Esta suscripción me da derecho a recibir por correo postal la edición impresa de la publicación, y por correo electrónico el PDF.

 

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MURIEL SPARK; EL ASIENTO DEL CONDUCTOR

Algunos de los adjetivos más recurrentes a la hora de invocar el universo narrativo de Muriel Spark sin: enigmático, estrafalario, estrambótico y otros que se mueven en la misma órbita semántica. En sus novelas nos encontramos con elementos ciertamente insólitos: narradores de ultratumba, miembros de la Cámara de los Lores incapaces de perpetrar un parricidio a derechas, abuelas contrabandistas que ocultan un alijo de diamantes en la miga de una baguete, platillos volantes que se muestran interesados por la suerte de los personajes. Decía Jhon Updike que leer una novela de Muriel Spark era lo más parecido que había a adentrarse en una casa encantada en la que hay puertas falsas que conducen a pasadizos secretos y paredes que ceden al oprimir botones ocultos. Estamos en un mundo en el que nada es lo que parece.
Eduardo Lago


Mañana por la mañana la encontrarán muerta de múltiples heridas de arma blanca, las muñecas atadas con un pañuelo de seda y los tobillos sujetos con una corbata de hombre, en los terrenos de una villa deshabitada, en un parque de la ciudad extranjera adonde la conduce el vuelo en el que embarca ahora mismo por la puerta 14.
Cruza la pista en dirección al avión con su paso largo, pisando los talones del compañero de viaje al que, según parece, al fin ha decidido pegarse. Se trata de un joven de unos treinta años, fuerte y de cutis sonrosado, que viste traje oscuro de hombre de negocios y lleva un maletín negro. Lise lo sigue con determinación, atenta a bloquear el paso a cualquier otro viajero que en su carrera sin rumbo pudiera interponerse entre ellos.

EL ASIENTO DEL CONDUCTOR,  Muriel Sapark, Contraseña editorial. Traducción de Pepa Linares. Prólogo de Eduardo Lago.

ROBERTO BOLAÑO POR ROBERTO BOLAÑO

Diccionario Bolaño

 

Ofrecemos un autorretrato con forma de diccionario que el propio Bolaño fue esbozando en diversas entrevistas. |



Roberto Bolaño
AUTOBIOGRAFÍA: “Las únicas autobiografías interesantes son las de los grandes policías o la de los grandes asesinos, porque de alguna manera rompen ese molde deprimente y real de que el destino de los seres humanos es respirar y un día dejar de hacerlo”.

“BOOM”: “No me siento heredero del boom de ninguna manera. Aunque me estuviera muriendo de hambre no aceptaría ni la más mínima limosna del boom, aunque hay escritores que releo a menudo como Cortázar o Bioy. La herencia del boom da miedo. Por ejemplo, ¿quiénes son los herederos oficiales de García Márquez?, pues Isabel Allende, Laura Restrepo, Luis Sepúlveda y algún otro. A mí García Márquez cada día me resulta más semejante a Santos Chocano o a Lugones”.

CRÍTICAS: “Cada vez que leo que alguien habla mal de mí me pongo a llorar, me arrastro por el suelo, me araño, dejo de escribir por tiempo indefinido, el apetito baja, fumo menos, hago deporte, salgo a caminar a orillas del mar, que, entre paréntesis, está a menos de treinta metros de mi casa, y les pregunto a las gaviotas, cuyos antepasados se comieron a los peces que se comieron a Ulises, ¿por qué yo, por qué yo, que ningún mal les he hecho?”

ELVIS: “Elvis forever. Elvis con una chapa de sheriff conduciendo un Mustang y atiborrándose de pastillas, y con su voz de oro”.

ESPAÑA: “Vine a España en el año 77. En realidad iba a Suecia, donde más o menos tenía arreglado un trabajo, pero mi madre vivía en España desde hacía dos años y estaba muy enferma cuando yo llegué. Entonces, me quedé a esperar que se pusiera bien. Barcelona, en el año 77, era una verdadera belleza, una ciudad en movimiento con una atmósfera de júbilo y de que todo era posible. Se confundía la política con la fiesta, con una gran liberación sexual, un deseo de hacer cosas constantemente, que probablemente era artificial, pero, artificial o verdadero, era tremendamente seductor. Para mí fue un descubrimiento, y me enamoré de la ciudad. En Barcelona aprendí cosas que yo creía que sabía pero en realidad no sabía”.

EXILIO: “Nunca me he sentido exiliado. Extranjero me he sentido en todas partes, empezando por Chile. Como fui un niño pedante, ya desde niño me sentía extranjero”.

FÚTBOL: “Mi experiencia como jugador de fútbol nunca fue del todo comprendida ni por los espectadores ni por mis compañeros de equipo. A mí siempre me pareció más interesante marcar un autogol que un gol. Un gol, salvo si uno se llama Pelé, es algo eminentemente vulgar y muy descortés con el arquero contrario, a quien no conoces y que no te ha hecho nada, mientras que un autogol es un gesto de independencia”.

GARCÍA MÁRQUEZ: “Un hombre encantado de haber conocido a tantos presidentes y arzobispos”.

LEMA: “Mi lema no es Et in Arcadia ego, sino Et in Esparta ego”.

LIBROS: “El Quijote, de Cervantes. Moby Dick, de Melville. La Obra Completa de Borges. Rayuela, de Cortázar. La conjura de los necios, de Kennedy Toole. Nadja, de Breton. Las cartas de Jacques Vaché. Todo Ubú, de Jarry. La vida, instrucciones de uso, de Perec. El castillo y El proceso, de Kafka. Los aforismos de Lichtenberg. El Tractatus de Wittgenstein. La invención de Morel, de Bioy Casares. El Satiricón, de Petronio. La Historia de Roma, de Tito Livio. Los Pensamientos de Pascal”.

OFICIOS: “El oficio en el que mejor me he desempeñado fue el de vigilante nocturno de un camping cerca de Barcelona. Evité un linchamiento (aunque de buena gana, después, hubiera linchado o estrangulado yo mismo al tipo en cuestión)”.

PARAÍSO: “Es como Venecia, espero, un lugar lleno de italianas e italianos. Un sitio que se usa y se desgasta y que sabe que nada perdura, ni el paraíso, y que eso al fin y al cabo no importa”.

POLÍTICA: “Siempre quise ser un escritor político, de izquierdas, claro está, pero los escritores políticos de la izquierda me parecían infames.”.

RECONOCIMIENTO: “No me importa nada. El narrador más importante de este siglo que se acaba (¡por fin!) se llamó Franz Kafka y no lo reconocieron ni en su casa, así que figúrate si me va a preocupar a mí una gilipollez de ese calibre”.

REMORDIMIENTO: “Son muchos y se acuestan y levantan conmigo y escriben conmigo porque mis remordimientos saben escribir”.

SEXO: “La gente, al hablar de sexo, se vuelve idiota. Tal vez siempre lo ha sido, pero el sexo la vuelve aun más idiota y se limita a balbucear ideas preconcebidas cuyo fondo en nada difiere del antiguo Dios, Rey y Patria, que, como todo el mundo sospecha (pero se lo calla), significa Miedo, Amo y Jaula”.

TRIUNFO: “No creo en el triunfo. Nadie con dos dedos de frente puede creer en eso. Creo en el tiempo. Eso es algo tangible, aunque no se sabe si real o no, pero el triunfo, no. En el campo de los triunfadores uno puede encontrar a los seres más miserables de la tierra y hasta allí yo no he llegado ni me veo con estómago para llegar”.


30/12/2004 El Cultural

DAVID LAGMANOVICH

EL FRÍO (microrrelato)
 
 
Los estúpidos se mueren de frío. Literalmente. La nieve está sembrada de cadáveres. Mis oficiales no son mucho mejores. Noto en ellos el mismo miedo, la seguridad de la derrota. Si los enemigos fueran superhombres, lo entendería. Pero los míos no temen a los hombres: le temen al frío. He comenzado a pensar en una retirada. Me equivoqué con ellos, y sólo ahora veo la razón: son incapaces de soportar variadas penurias, como en cambio lo aprendí yo en mi desolada niñez en Córcega.
 
 
David Lagmanovich, Menos de cien (Editorial Martín, 2007)

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