A menudo, desde que publiqué La ofensa en 2007, se me ha interrogado acerca de la razones de mi interés por el problema del mal. De dónde surge esa obsesión. Por qué su recurrencia en la escritura. Mi respuesta ha abundado en una doble consideración: antropológica por un lado, psicológica por otro. Estoy convencido de que la pregunta por el mal es inseparable de la pregunta por nuestra condición como especie, de que la radicalidad de su presencia en el mundo tiene que ver con nuestra más íntima sustancia, de que el mal es inalienable de aquello que, acaso ingenua y fallidamente, podríamos llamar "la naturaleza humana".
Y si la literatura no es otra cosa que un inmenso expediente acerca de esa naturaleza, de sus condiciones de posibilidad, de sus luces y sombras, de sus logros y miserias, entonces la pregunta por el mal resulta ineludible. La existencia objetiva del mal, su tangibilidad, su fisicidad, su encarnación histórica, tanto a nivel colectivo como individual, es una evidencia en la aventura del homo sapiens. Pero junto a esta terquedad antropológica, existe una dimensión psicológica que hace de la pregunta por el mal un tema delicadísimo. Me refiero al doble movimiento de proximidad y lejanía, de fascinación y repulsión, de familiaridad y ajenidad que en nosotros provoca la existencia del horror. Porque el horror nos acoge y nos expulsa; el horror es comunista y solipsista; el horror nos congrega y nos atomiza.
David Fincher rodó dos películas que ilustran tanto la dimensión antropológica de la maldad como su impacto psicológicoEl cine, como depósito por antonomasia del imaginario de nuestro tiempo, ha hecho de esta filiación simbólica uno de sus centros de escrutinio. Basta pensar en la obra de autores tan dispares como Michael Haneke, Abel Ferrara o David Cronenberg, situados en antípodas estilísticas, para entender lo que insinúo. O considerar la obra de uno de los grandes directores de la industria de Hollywood, cuyas películas disponen de enormes presupuestos y se enmarcan en lo que podríamos denominar el mainstream del cine americano. Estoy hablando de David Fincher, autor de dos películas paradigmáticas y hasta cierto punto complementarias que ilustran tanto la dimensión antropológica de la maldad como su impacto psicológico.
Seven y Zodiac conforman una bilogía sobre la huella indeleble que la maldad inscribe en la conciencia humana. De hecho, ambas películas admiten ser contempladas como haz y envés de una investigación detallada y fecunda en torno al problema de problemas.
En Seven, una película deslumbrante desde una perspectiva operística, la naturaleza estética del crimen somete, subordina y al final asfixia la reflexión moral del proyecto. La estética de la película es tan afilada que los clímax que cada asesinato procura, la ritualización de los siete pecados capitales, termina por devorar el profundo pesimismo y la meditación agonística que la película atesora. Seven continúa siendo un gran espectáculo, pero su voluntad estética defenestra las posibilidades de su discurso filosófico.
Fincher, que la filmó en 1995, pudo salvar ese conflicto entre plasmación e idea años más tarde, cuando en 2007 rodó Zodiac, la cara paradójicamente oscura de la anterior orgía de sangre. Y escribo paradójicamente porque, si bien Zodiac es una película de la que la violencia está prácticamente ausente, resulta mucho más angustiosa y perturbadora que su predecesora. Fincher ilustró con esta película que el entramado del horror es más demoledor cuando sus consecuencias no se muestran de facto, sino que son sugeridas en la vida de quienes se ven afectados, aunque sea de modo tangencial, por su clima.
La superioridad como obra de arte de Zodiac se funda sobre esa evidencia. El discurso intelectual de su desarrollo hace que su contenido sea mucho más intenso que cualquier demostración de crueldad al uso. Las sombras hieren más que los cuerpos. La angustia de los periodistas y policías cuyas vidas se ven abducidas por un carrusel de crímenes provoca en el espectador un reconocimiento preclaro de lo que el mal provee. Fincher muestra así en esta inmensa película el elemento capital y devastador del mal: su poder contaminante, su fuerza de irradiación, la evidencia de su capacidad pandémica.
El último éxito de la cadena HBO, entre cuyas series de producción propia figuran Los Soprano y The Wire, ha sido la primera temporada de True Detective, la lectura del escritor y guionista Nic Pizzolatto a propósito del problema de la maldad, un nuevo hito en la consideración de semejante motivo como crisol de la condición humana.
True Detective es una magnífica representación del mal como abismo, y una no menos fiel réplica de las bondades y defectos sugeridos en torno a la bilogía de Fincher. El interés de la obra, que aborda la peripecia de dos policías a lo largo de más de una década, dos hombres vinculados por una serie de crímenes y desapariciones de niños, adolescentes y jóvenes en el estado de Luisiana, concita nuestra mirada en torno a lo que sucede en el interior de las personas obligadas a convivir con la maldad. El detective metafísico (Rusty Cohle/Matthew McConaughey) y el detective pragmático (Marty Hart/Woody Harrelson) reproducen, a su manera, la estructura de la buddy movie: dos caracteres distintos, en puridad antitéticos, que permiten un registro amplio, prolijo y contradictorio de la realidad mientras intentan desentrañar un misterio.

En su última novela, la notable Los hemisferios, Mario Cuenca Sandoval propone una interesante tesis: "Las tramas son mercados de emociones en los que el vendedor regatea con el comprador y no le permite marcharse sin comprar algo […]. Las tramas son capitalismo puro […]. Las tramas son falsificaciones, imposturas de la inteligencia humana, porque transmiten al mundo la idea de que la existencia tiene significado, dirección, propósito".
El nudo intelectual de la serie es la semántica del terror, su capacidad para redimensionar cada acto y decisión en las vidas que se vinculan a su presenciaEs notable advertir cómo en True Detective los acentos argumentales —herméticos, enrevesados, a menudo engorrosos— distraen, debilitan y vulneran el fenomenal contrapunto que la cosmovisión de los personajes procura. La conclusión de la serie, en ese sentido, confirma aquel diagnóstico de Borges en virtud del cual la solución al enigma es siempre inferior al enigma planteado. Porque lo que menos importa en True Detective es quién y cómo ha urdido los crímenes que vertebran la peripecia. La caracterización del enésimo psicópata no aporta nada, o muy poco, salvo un cierto color local, el habitual patois de cada submundo de oscuridad, al nudo intelectual de la película: la semántica del terror, su capacidad para redimensionar cada acto y decisión en las vidas que se vinculan a su presencia, la plasticidad psicológica de los perseguidores.
True Detective es inolvidable como competición filosófica y prescindible como obra de misterio. Cuando la acción se aquieta y la obsesión por resolver su trama queda fuera de campo, la potencia conceptual de su escritura y el trabajo de dos actores en estado de gracia estalla en una figuración admirable. La serie cobra entonces un sentido fascinante. Para ello se necesita muy poco, apenas dos hombres en el interior de un coche, un bar o una habitación, hablando en un espaciotiempo inajenable: la conciencia confusa pero al tiempo diáfana de que la vida es un lugar oscuro y fatal.
True Detective funciona desde esa óptica como un drama bergmaniano sobre esa hora del lobo que a todos acecha, y como espectador he tenido la sensación, por momentos mágica, de que la serie podría haberse articulado como un conjunto de sucesivos cuadros meditativos sin afuera, sin suspense, sin finalidad, como un simposio platónico que, en vez de reflexionar sobre el amor, la belleza o la virtud, lo hiciera sobre el mal, la muerte y el sinsentido, un ruido de fondo en torno al malestar casi cósmico que acosa a dos espíritus muy distintos, a los que en la impecable escena de clausura, bajo la bóveda de las estrellas, acaba uniendo un sentimiento cercano a la amistad, la forma más bella y tolerable de la piedad.