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PHILIP ROTH PREMIO PÍNCIPE DE ASTURIAS DE LAS LETRAS


En febrero de 1969, cuando los tumultos ya habían destrozado gran parte de los barrios negros de Newark, ciudad natal de Philip Roth, en el Ayuntamiento se votó la eliminación del presupuesto municipal de 2,8 millones de dólares necesarios para financiar el Museo de Newark y la Biblioteca Pública de la misma ciudad. Centenares de residentes se opusieron con vehemencia a tal medida que había clausurado dos instituciones públicas excepcionales. Ante la protesta, finalmente los ediles rescindieron su decisión. El texto que escribió Philip Roth  sobre el tema se publicó en la página editorial de The New York Times unas dos semanas después del anuncio de que iban a recortar el presupuesto. Hoy aparece recogido en su libro LECTURAS SOBRE MÍ MISMO de la editorial Mondadori.


LA BIBLIOTECA PÚBLICA DE NETWARK

¿Qué harían  los lectores de Netwark si el Ayuntamiento sigue adelante con su plan de ahorro y clausura la biblioteca pública el primero de abril? ¿Saquearán las estanterías a la manera en que los habitantes de Netwark saquearon las tiendas de electrodomésticos durante los disturbios de 1967? ¿Llamarán a la policía para que reduzca con gases lacrimógenos a los ladrones que huyan con la Enciclopedia Británica? ¿Tomarán los eruditos posiciones de francotiradores en las ventanas de la sala de obras de referencia y los escolares ocuparán el edidficio principal en la calle Washington a fin de completar sus trabajos de fin de curso? Si el Ayuntamiento encierra los libros, ¿se unirán los portadores de carnets de biblioteca para liberarlos?
En los años cuarenta, cuando yo crecía en Netwark, dábamos por sentado que los libros de la biblioteca pública pertenecían  al público. Puesto que mi familia no poseía muchos libros ni tenía dinero para que un niño los comprara, era agradable saber que por el mero hecho de estar empadronado en el municipio podía acceder a cualquier libro que quisiera leer de aquel edificio espléndidamente austero en la calle Washihgton, en el centro de la ciudad, o bien en la filial de la biblioteca en mi barrio, a la que podía ir andando. No era menos satisfactoria la idea de la propiedad en común y por el bien común. Si tenía que cuidar de los libros que tomaba en préstamo, devolverlos intactos y dentro del plazo establecido, se debía a que no eran solo míos, sino que pertenecían a todo el mundo. Esa idea contribuyó a civilizarme tanto como cualquiera de las que encontrara en los propios libros.
Si la idea de una biblioteca pública era civilizadora, no menos lo era el lugar, con su grato silencio, sus pulcros estantes y sus informados y serviciales empleados que no eran profesores. La biblioteca no era simplemente el lugar a donde uno tenía que ir en busca de los libros, sino una especie de riguroso refugio al que un muchacho de la ciudad iba de buen grado para recibir su lección de comedimiento y adiestrarse en el dominio de sí mismo. Y luego estaba la lección de orden, del que la misma enorme institución servía como instructora. ¡Qué confianza inspiraba, tanto en uno mismo como en los sitemas, decodificar primero la ficha del catálogo, luego avanzar por los pasillos y escaleras hacia las estanterias abiertas y, una vez allí, encontrar, exactamente donde se suponía que estaba, el libro deseado! Para un niño de diez años, descubrir que es capaz de orientarse entre decenas de millones de volúmenes hasta el que desea leer no carece de satisfacciones. Tampoco era moco de pavo llevar en el bolsillo el carnet de la biblioteca, pagar una multa, sentarse en un lugar desconocido, lejos de los padres y la escuela, y leer lo que quisiera en una atmósfera de anonimato y de paz. Finalmente, llevar a casa a través de la ciudad, e incluso de noche a la cama, un libro con un linaje local propio, un árbol genealógico de lectores de Newark a los  que ahora se había añadido tu nombre.
En los años cuarenta, cuando todavía la población de la ciudad era mayoritariamente blanca, que los libros no pertenecían y que la biblioteca pública tenía mucho que enseñarnos sobre las reglas de la vida civilizada, así como  placeres cicilizados que ofrecer, era un hecho incontrovertible de la vida. Resulta extraño, por decirlo cortésmente, que ahora, cuando Netwark es sobre todo negra, el Ayuntamiento (por razones fiscales, según nos dicen) haya tomado una decisión que da a entender que, al fin y al cabo, los libros no pertenecen al público, y lo que la biblioteca proporciona a los jóvenes ya no es esencial para su educación. Lo cierto es que, en una ciudad plagada de agravios sociales probablemete pocas cosas podrían ser más esenciales para el desarrollo y la sensatez de los joven reflsexivo y ambicioso que acceder a esos libros. De momento, el Ayuntamiento de Netwark puede haber resuelto su problema fiscal; sin embargo, es una lástima que los concejales sean incapaces  de calcular la frustracción, el cinismo y la rabia que inevitablemete ha de generar ese insulto, e imaginar lo que cerrar bibliotecas puede costarle al final a la comunidad.

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