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UN CUENTO ESTIVAL


El sábado por la tarde mi tío Karol, viudo de paja, pensaba ir andando al balneario situado a una hora de distancia de la ciudad para visitar a su mujer e hijos que allí veraneaban.
Desde la partida de la mujer, el piso no había sido limpiado ni la cama hecha. Don Karol llegaba a casa muy entrada la noche maltratado y vaciado por las juergas nocturnas que le conducían hacía esos días calurosos y yertos. Las sábanas arrugadas, frescas, descuidadamente desordenadas, eran entonces como un puerto, una isla salvadora que alcanzaba con el resto de sus fuerzas de náufrago apaleado durante días y noches por el mar embravecido.
A tientas, entre la oscuridad, se hundía en las colinas blancas, sierras y montones de plumas húmedas y así dormía, en un sin rumbo desconocido, al revés, cabeza abajo, con la frente clavada en la materia ligera de la cama como si en sueños quisiera horadar , atravesar esas masas colosales de plumas que fermentaban en la noche. En sueños luchaba contra ellas como un nadador, con el agua, las aplastaba, las amasaba con el cuerpo como si fuese una gran mies de masa pastelera en la cual se sumía; se despertaba al alba gris, jadeante, chorreando sudor, sacado fuera de ese montón de sábanas que no pudo vencer en duras batallas nocturnas y, medio expulsado de la profundidad del sueño, a lo largo de un instante permanecía inconsciente, colgado en el borde de la noche, atrapando el aire en los pulmones; las sábanas crecían junto a él, se inflaban y lo incrustaban de nuevo en las montañas de su pesada masa blanca.
Así dormía hasta muy entrada la mañana mientras las almohadas formaban una enorme planicie que su sueño apaciguado recorría. Por estos senderos blancos despaciosamente volvía en sí, en el día, en la realidad, y por fin habría los ojos como un pasajero dormido cuando el tren para en la estación.
En la habitación, colmada por el poso de varios días de soledad y silencio, reinaba una semioscuridad densa. Sólo la ventana bullía con un enjambre matinal de moscas y las cortinas llameaban. Don Karol sacudía de su cuerpo, de los recovecos corporales, los restos del día anterior. Ese bostezar lo agarraba en convulsiones, como si quisiera darle la vuelta. Así expulsaba las arenas, esos pesados detritus no digeridos del día pasado.

Al descargarse de ese modo, ya más libre, apuntaba en la agenda los gastos, calculaba, contaba y soñaba. Después, se quedaba largo tiempo inmóvil, con sus ojos vidriosos de color agua, cóncavos y llorosos. En la penumbra aguada de la habitación, aclarada tras las cortinas por un reflejo del día caluroso, sus ojos cual pequeños espejos, reflejaban todos los objetos brillantes: las manchas blancas del sol en las rendijas de la ventana, el rectángulo dorado de las cortinas, repitiéndose al igual que una gota de agua, en toda la habitación con el silencio de las alfombras y las silla vacías.
Mientras tanto, el día, tras las cortinas, sonaba más y más con el zumbido de moscas enloquecidas al sol. La ventana no daba cabida a ese incendio blanco y las cortinas desfallecían entre oleadas claras.
Entonces, se desenvolvía entre las sábanas y durante un rato se enquistaba aún sentado en el borde de la cama gimiendo inconscientemente. Su cuerpo de treinta y tantos años empezaba a tender a la corpulencia, este organismo que se rellenaba con grasa, maltratado por excesos sexuales, parecía madurar ahora paulatinamente su destino en el silencio.
Cuando se encontraba así, en ese asombro torpe y vegetativo, todo convertido en circulación, respiración, la profunda pulsión de sus jugos, desde lo hondo de su cuerpo sudoroso cubierto de vello en varios sitios, se elevaba un futuro desconocido, no formulado, como un tumor terrible que alcanza dimensiones fantásticas.
No temía porque ya sentía su identidad, lo colosal y misterioso que iba a venir, y crecía con ello sin protestar, en un extraño acuerdo inmovilizado por el miedo tranquilo, reconociéndose a sí mismo en estos florecimientos magnos, fantásticas fermentaciones que maduraban ante su mirada interior. Torcía ligeramente hacia afuera uno de sus ojos como si se alejara en una dimensión diferente.
Después de estos torpes ensimismamientos, estas lejanías perdidas volvía en sí mismo y al momento presente; veía a sus pies sobre la alfombra, rollizos y delicados como las plantas femeninas, y, despacio, sacaba los gemelos de oro de la manga de la camisa. Más tarde se iba a la cocina y en un rincón sombreado hallaba un cubo de agua, un circulo de espejos silenciosos y atento que allí esperaban al único ser viviente y sabio en el piso vacío, vertía el agua en la palangana y saboreaba con la piel su humedad dulzona y algo estática.
Se aseaba larga y minuciosamente, sin prisas, incluyendo pausas entre las diferentes manipulaciones.
Esta casa, vacía y descuidada, no lo aceptaba, estos muebles y paredes seguían sus pasos con callada desaprobación.
Entraba en un silencio como un intruso en un reino hundido en las aguas donde fluía un tiempo diferente, un tiempo aparte.
Abriendo sus propios cajones se sentía como un ladrón e, inconscientemente, andaba de puntillas temiendo despertar un eco ruidoso y exagerado que acechaba al menor motivo para estallar.
Y cuando por fin, yendo de armario a armario, encontraba poco a poco todo lo necesario terminando su aseo entre estos muebles que lo toleraban en silencio, ya por fin listo, con rictus ausente, el sombrero en las manos, se sentía tan avergonzado que no sabía hallar la palabra que pusiera fin a ese silencio hostil, alejándose lentamente, cabizbajo, con resignación hacía la puerta, mientras en dirección opuesta alguien situado siempre de espaldas, se alejaba con prisa hacía la profundidad del espejo en la fila hueca de habitaciones que no existían.
Un cuento de Bruno Schultz (Ucrania 1892, 1942), traducción de Juan Carlos y Elswieta Vidal. “Obra completa de Bruno Shultz” Siruela/Bolsillo

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