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Microficciones IV

Uno de los aspectos claves de la narración es ¿quién cuenta? La decisión del escritor de narrar en primera, segunda o tercera persona no es fortuita.
La fuerza del yo radica en su verosimilitud.
En la segunda persona se sobresalta al lector que se siente aludido.
La tercera persona cuenta desde fuera la acción, conoce cada pensamiento y cada acción de los personajes.


Reescribir en primera persona el siguiente texto del libro “Nada que hacer, Monsieur Baruch” de Julio Ramón Ribeyro.

“El cartero seguía echando por debajo de la puerta una publicidad a la que Monsieur Baruch permanecía completamente insensible. En los últimos tres días había deslizado un folleto de la Sociedad de Galvanoterapia en cuya primera página se veía la fotografía de un hombre con cara de cretino bajo el rótulo “Gracias al método del doctor Klein ahora soy un hombre feliz”; había también un prospecto del detergente Ajax proponiendo un descuento de cinco centavos por el paquete familiar que se comprara en los próximos diez días; se veía por último programas ilustrados que ofrecían las memorias de Wiston Churcill pagaderas en catorce mensualidades, un equipo completo de carpintería doméstica cuya pieza maestra era un berbiquí eléctrico y finalmente un volante de colores particularmente vivos sobre “El arte de escribir y redactar”, que el cartero lanzó con tal pericia que estuvo a punto de caer en la propia mano de Monsieur Baruch. Pero éste, a pesar de encontrarse muy cerca de la puerta y con los ojos puestos en ella, no podía interesarse por esos asuntos, pues desde hacía tres días estaba muerto.”








2 comentarios:

El coleccionista de folletos”
Seguí echando el correo por debajo de la puerta. Era la habitual publicidad de monsieur Baruch. Noté que continuaba insensible a ella. En los ultimos tres días le deslicé: un folleto de la Sociedad de Galvanoterapia. En la portada vi un individuo con cara de cretino bajo el rotulo “Gracias al método del doctor Klein ahora soy un hombre feliz”, había también un prospecto del detergente Ajax proponiendo un descuento de cinco centavos por el paquete familiar que se comprara en los próximos diez días; pude ver por último programas ilustrados que ofrecían las memorias de Winston Churchuill pagaderas en catorce mensualidades, un equipo completo de carpintería cuya pieza maestra era un berbiquí eléctrico y finalmente un volante de colores particularmente vivos sobre “El arte de escribir y redactar” , que lancé con tal pericia que estuvo a punto de caer en la propia mano de monsieur Baruch. Pero, como pude comprobar media hora después, éste, pese a encontrarse muy cerca de la puerta y con los ojos puestos en ella, no podía interesarse por esos asuntos, pues desde hacía tres días estaba muerto.
Me había parecido que el olor pútrido, que traspasaba la puerta, era más repulsivo que nunca. Llamé a la policía explicando mis sospechas sobre lo que podía haber sucedido. Al principio, no parecía que estuviese dispuesto a tomarme en serio. Pero, le insistí tanto y con argumentos tan convincentes, que no le quedó más remedio que prometerme que: acudirían con una orden de registro en breves instantes. Me ofrecí para lo que me necesitasen. Estaba dispuesto a no perderme ni la más ligera pista de lo sucedido. Él muy despreciable me dijo que no me preocupase y que siguiese haciendo mi trabajo. Esta vez, no sirvieron de nada mis explicaciones sobre lo útil que les podría resultar el contar con mi ayuda. Pues, si alguien conoce bien a todo el vecindario, ese, sin duda soy yo. Tuve que asegurarles que seguiría con el reparto, pues, amenazaron con quejarse a mi estafeta si dejaba de hacerlo. Casi no pude contener mi ira. Ellos se lo perdían. Si no querían contar con mis inestimables conocimientos sobre el asunto. No sería yo quien les obligase.
Cuando colgué el teléfono y terminé de denunciar lo que creí que era mi deber. Me puse a cavilar: ¿Cual podría ser mi disculpa para poder permanecer en el portal cuando acudiesen los policías? No me quedó más remedio que guardarme la carta certificada del vecino del segundo. No sé, a ciencia cierta, si las cartas que repartí a continuación llegaron a sus destinatarios con la eficacia que me caracteriza. Mi mente estaba demasiado ocupada en querer descubrir el misterio de monsieur Baruch y mis ojos miraban en todas las direcciones tratando de avistar a los policías. Me parecía que tardaban demasiado. Aunque el reloj me demostró que no había pasado ni media hora cuando se presentaron a la puerta del domicilio.
Un cordón policial impedía la entrada a todos los curiosos, que como yo, se morían de ganas de saber que había sucedido. Les dije que tenía que entregar una carta urgentísima. Amenacé con echarles la culpa si el asunto era de vida o muerte. Me dejaron entrar. Afortunadamente llegué a tiempo. Vi. como al derribar la puerta se abría un mundo increíble. El hedor nos lanzaba hacía atrás. Pero la fauna y la flora que se movían por la habitación me atraían como un imán. Tuvieron que agarrarme entre tres policías para impedir que me abalanzase sobre todos los: folletos, latas, bolsas y demás artefactos que rodeaban el cuerpo del anciano. Me sacaron a empujones del edificio, pero, juro que volveré. Nada ni nadie podrá impedirme que averigüe ¿Cuántas cosas se esconden en aquella habitación?

Mar Cueto Aller

23 de mayo de 2009, 8:25  

CATÁLOGOS

Me llamo Baruc, o al menos así lo creía hasta el momento en que sentí un ligero vahído y bruscamente besé el frío suelo, sin ninguna perspectiva más que esta puerta, a la que en vano intento acceder desde hace… ¡no se!, he perdido la noción del tiempo. Las piernas no obedecen a las órdenes que mi mente les grita una y otra vez.
En esta soledad, sólo siento el zumbido de las moscas rozándome insolentes como si fuese ya de su propiedad, y el siseo que alguna abeja emite al intentar fundirse en mi colorida chaqueta ¡Cómo pueden ser tan torpes! A éstas últimas, ¿no les satisface el polen de las mil flores que salpican el recinto? A aquellas, ¿qué les ocurre, se vengan de mi persistente persecución siempre? El terror se adueña de mí.
Nunca he sabido comprender a las gentes de este pueblo, lo reconozco; y desde que falleció Fráncois me he replegado aún más si cabe: la distancia de este caserón y el carácter reservado que siempre me caracterizó,
En el suelo yacen conmigo múltiples caras que me observan: catálogos donde bocas perfectas muestran sus blancos dientes por utilizar tal producto; manos sustentando camisas libres de manchas gracias a Ayax. En uno de esos papeles, alguien dice ser un hombre feliz. No alcanzo a comprender el por qué pues ya otra oferta de vivos colores lo oculta y no puedo descifrar su intención. Tal vez esté perdiendo la razón ¡El cartero! ¡El cartero! Quizá observe la puerta en la misma posición entreabierta. La última vez un sobre volando rozó mis dedos sin poder articular palabra alguna.
Siento frío. La vida ha debido de abandonarme y estoy reflexionando con la misma muerte.
Tere Fuertes

26 de mayo de 2009, 16:06  

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